En este país vamos muy deprisa. En unos pocos meses pasamos de ser una de las potencias mundiales de la economía a no poder pagar la factura del fontanero que pasó a arreglar los retretes de los concejales. Como era autónomo y le sucedió lo mismo en media docena de instituciones, ha despedido al ayudante, ha cerrado y está en el paro.
En un par de años partimos de la aniquilación de la presunción de inocencia al establecimiento de una figura que puede causar pasmo en los ambientes legales de Occidente: la presunción de culpabilidad.
Mientras en el resto de los países donde funciona el Estado de Derecho, la carga de la prueba la soporta la acusación, aquí hemos evolucionado tanto que es el acusado el que tiene que sudar para convencer al resto de la desconfiada sociedad de que no es culpable. Llevamos a cabo un ensayo con luces y vestuario en el caso de Francisco Camps y, ahora, ya perfeccionado, lo repetimos con el ministro José Blanco, que lo tiene crudo, y no lo digo por lo de la reunión en la gasolinera.
Por si todo ello no produjera suficiente preocupación en el escaso porcentaje de sensatos que quedan por el país, el PP, antigua víctima, justifica ser ahora verdugo porque Blanco hablaba mal de Camps, luminosa doctrina que nos permitirá consagrar que el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón, y que violar a una prostituta no es delito.
Por si fuera poco, la «presunción de culpabilidad» no se constriñe al ámbito político. A la atleta Marta Domínguez se le denomina «sospechosa», después de que la juez no la hallara culpable de delito alguno, porque su entrenador está encausado. De no ser tan grave la situación produciría una buena cosecha de carcajadas. Pero no es para reírse.
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Luis del Val