Para cuando llegaron a Woodstock, contaban medio millón. Pero cuando se reunían en la Plaza de la Libertad la mañana del martes para planificar el acto de desobediencia civil de la jornada, apenas llegaban a 53 personas.
Tratando de emular las protestas de Occupy Wall Street, unos activistas de Washington y unos cuantos invitados foráneos se fijaban el noble objetivo de ocupar el Edificio Hart del complejo del Senado. «¡Estamos aquí para clausurar el lugar!» decía el organizador David Swanson a su reducido grupo de seguidores.
¿Pero cómo se hace esto con apenas unas cuantas docenas de manifestantes? Bueno, decía Swanson, se pueden presionar todos los botones de los ascensores al mismo tiempo, como hacen en ocasiones los gamberros en los edificios de apartamentos. «Hay algunos que quieren meterse en los ascensores y llenarlos y no salir y apretar todos los botones», decía. «Si os gusta, adelante».
Esto suscitó un prolongado debate en la Plaza, ubicada en la esquina de Pennsylvania Avenue con la 14, a medida que los activistas tomaban el micrófono para explicar las ventajas y los inconvenientes del desorden de los ascensores.
«Seamos realistas, nuestro número no es suficiente para clausurar esta oficina», decía el representante de Veteranos por la Paz. «Me parece que apretar los botones de los ascensores es de idiotas».
Una mujer con un pin de la organización de izquierdas Paternidad Responsable y una camiseta de «Barco a Gaza» se mostraba ambivalente. «Yo estoy dispuesta a encargarme y cerrar ese edificio», decía. «No tenemos que ser muchos, pero tenemos que hacerlo. A lo mejor acaparar los ascensores no va a servir, pero tenemos que encontrar la forma».
Swanson era inflexible. «Deberíamos de bloquear los ascensores, bloquear los aseos», decía, antes de designar un «equipo de ascensores» dedicado al objetivo. «Vamos a por el edificio justamente para incordiar a todos los que trabajan aquí».
Al final no bloquearon ni los ascensores ni los aseos, y no incordiaron sino a unos cuantos agentes de seguridad del cuerpo del Capitolio, que tras 20 minutos y media docena de detenciones sin resistencia a la autoridad, acallaban la manifestación.
El conflicto de los ascensores dice muchísimo del problemático ascenso del nuevo movimiento. Las protestas de Occupy Wall Street canalizan el populismo reprimido de la extrema izquierda y la indignación por los excesos de las multinacionales. Pero aquí en Washington, los activistas progresistas que tratan de replicar el fenómeno han tenido hasta la fecha dificultades para nutrir sus filas más allá de los asiduos de las manifestaciones pacifistas.
No digo esto con satisfacción: un movimiento populista reanimado podría ser un contrapeso crucial al movimiento de protesta fiscal tea party, devolviendo cierto equilibrio a un sistema político que se ha escorado fuertemente hacia la derecha. Pero mientras el movimiento Occupy de la capital tiene grupos movilizados de extrema izquierda, el colectivo de lesbianas radicales Code Pink, Veteranos por la Paz, los anarquistas de Common Dreams, los pacifistas de Peace Action, los activistas de DC Vote o el Consejo Municipal por los Indigentes y cantidades importantes de organizaciones progresistas y sindicales representadas en la Plaza, ello no ha prendido nada que se parezca a una rebelión populista. Para hacer de relleno, los manifestantes reclutaban a indigentes para acampar con ellos.
Ya hay facciones. Mientras el grupo de la Plaza de la Libertad, que se hace llamar «Detengamos la Maquinaria», se mostraba dispuesto a irrumpir en el edificio Hart, un grupo de la federación sindical AFL-CIO planeaba un acto de resistencia en la plaza. A unas manzanas, en McPherson Square, un apéndice de Occupy Wall Street había montado un campamento de unas docenas de sacos de dormir.
No hay duda de su devoción (una joven madre estaba sentada desayunando cereales en McPherson Square con sus dos hijos pequeños la mañana del martes) ni de su indignación (el Museo Nacional del Aire era cerrado el fin de semana después de que la seguridad utilizara aerosoles de pimienta contra los manifestantes).
¿Pero dónde está la gente? A medida que los activistas de McPherson Square empezaban a salir de sus sacos de dormir a lo largo de la hora punta del martes, los usuarios del transporte público examinaban su despliegue de pancartas de protesta. «Es hora de despertar», anunciaba un letrero escrito a mano. Pero pocos había despiertos.
«¿Podrías por favor pedir a tus amigos que salieran del hotel donde se están echando su tercer café?», instaba el organizador Swanson a su modesto grupo de la Plaza de la Libertad. Con el tiempo, el grupo pasaba de los 53 a unos 100, todavía insuficientes para ser una manifestación respetable. «Por favor no desfiléis ni os manifestéis», les instaba Swanson. «No somos suficientes para ello».
Para cuando llegaban al Edificio Hart, había más prensa, más fotógrafos y más policía que manifestantes. Los agentes confiscaban rápidamente sus pancartas y cerraban el vestíbulo. Becarios curiosos salían de sus despachos para comprobar el estado de la protesta pero no encontraban acción.
«¿Eso es todo?» se preguntaban unos a otros.
Va a ser que sí. Eso es todo.
Dana Milbank