No sabría decir si la brandada de bacalao que abre el menú de Ricard Camarena para los primeros días del otoño en l’Arrop es una crema helada, un helado con mucho aire o un helado abizcochado. Tal vez sea todo eso al mismo tiempo o tal vez no sea ninguna de esas la forma más correcta de explicar el plato. En cualquier caso, tiene la forma de un pastel cuadrado, de color blanquecino y unos 10 centímetros de alto, con la parte superior de color oscuro, como si fuera un gigantesco taco de bacalao. Sabe a bacalao y aceite de oliva y aporta, justo al final, un ligero toque picante que se instala sin agredir en un rincón de la garganta. El plato se desenvuelve por partes: llega a la boca mostrándose suave y ligero para ir creciendo conforme el calor de la boca va templando cada bocado hasta mostrar el suave picor antes mencionado. Un bocado sedoso, sugestivo e inquietante con el que Camarena reclama la atención del comensal para un menú que lo transporta a todos los paisajes imaginables de la cocina valenciana: del mar a las lomas de las sierras del interior o la huerta, de los sabores más antiguos de la cocina valenciana, dominados por las especias, la sal y la naturaleza a propuestas tan chocantes y atrevidas como su arroz con sebo de vaca. Todo parece tener un hueco en un menú que te mantiene en vilo y te obliga a enfrentar cada plato como una aventura y, una vez recorrido un estimulante periplo de trece platos, volver de nuevo al comienzo con una tarta de limón que devuelve las sensaciones de la brandada: diferentes sabores, pero idéntico aspecto, aunque en este caso el formato sea de mayor calibre, y similares sensaciones táctiles para abrir y cerrar un menú que acaba acercándote a una de aquellas películas sinfín de los cines de juguete que asomaron a nuestras vidas en los sesenta.
Un menú sinfín que se mueve a impulsos, entre el equilibrio y la máxima expresividad, explorando terrenos que le resultan familiares a una cocina que vive acostumbrada a transitar por el filo de la navaja: tradicional a ultranza y al tiempo de una modernidad rabiosa. Un camino complejo que tan pronto puede suscitar el fervor de los partidarios de lo tradicional y al mismo tiempo de los seguidores de las propuestas más avanzadas o provocar el rechazo de ambos. Nunca se sabe. Por el momento, Camarena juega sobre seguro con un menú que coquetea con la excelencia.
La suya es una ruta que se abre en dos direcciones diferentes, dominadas siempre por la búsqueda de la autenticidad de los sabores que impulsan a sus platos en la búsqueda de las raíces de la cocina de la zona de La Sabor. De un lado, el equilibrio, encarnado por una pequeña obra maestra que llama tomate “de penjar” (de colgar). En el plato, un tomate a medio secar al aire del mar, marcadamente dulce aunque con un toque ligeramente salino, una anchoa y un poco de crema de rúcula. Tres productos de sabores intensos y encontrados -dulce, amargo y salado- que una vez juntos encuentran el equilibrio perfecto. No sé si es un plato o un ejercicio de funambulismo; en cualquier caso, una obra maestra. En estos terrenos se mueve otro plato de altura: la menestra fría de temporada, servida con una suave y sucinta velouté de amontillado. Miniverduras apenas cocidas, un pequeño mejillón de roca, un dado de queso y un huevo de codorniz poché, completando un plato que enamora a primera vista: fresco, pleno de matices y sensaciones… redondo.
Es la onda en que se mueve el carpaccio de champiñones servido sobre un cremoso que recoge todo el sabor del pollo asado o una ensalada de caballa y sésamo que brilla por la naturaleza de la propia caballa y los matices que aporta el encuentro con tres pellas de sésamo frito, aunque todo acaba desapareciendo bajo el excesivo empuje del vinagre que condimenta el pastel de lechuga instalado como base para el resto del plato.
El otro camino abre la puerta a una cocina expresiva y directa. Mucho más frecuentado en este menú, se anuncia con un curry de galeras y cacahuetes. Un plato descarado y explícito protagonizado por un pastel hecho con trozos de galera cruda, salvo por la base y la parte superior, que han sido cuajados y aparecen crujientes. En la base del plato, un caldo muy concentrado de galera. La pasta de cacahuete –siempre producto local- matiza la potencia del sabor del caldo y la galera, ofreciendo contrapuntos dulces y aromáticos a un plato que inunda las entrañas con uno de los sabores más poderosos del mar.
Cuando aparece la sopa especiada de puntillitas –un caldo servido en un mortero metálico acompañado con unas puntillitas apenas hervidas, verduritas y unos minúsculos dados de tocino-, un plato de sabores frescos, intensos y estimulantes que terminan inundando la boca con un picor tan sutil que en ningún momento llega a molestar, se confirma la tendencia que lleva a los platos más expresivos del menú, capitaneados por su arroz con grasa de vaca. Lo tomé hace un año y salí de allí preguntándome si me había gustado o no -a veces, el juego culinario se convierte en desafío- y en esas andaba doce meses después cuando me enfrenté de nuevo al plato.
Tengo la sensación de que lo ha suavizado o lo percibo más integrado que la otra vez, sin disonancias ni estridencias, con el sabor menos grato de la vaca tan incorporado al guiso que acaba normalizándolo. Ricard dice que la fórmula sigue siendo la misma, de forma que será mi capacidad de percepción o mi interpretación la que ha cambiado. El caso es que, ajeno a la sorpresa y el choque que motivó un año antes, el plato me parece menos arriesgado y más integrado de lo que percibí entonces. No es en cualquier caso un plato para todos, ni un gran plato que pasará a la historia de la cocina. Más bien se me antoja un desafío, una especie de reto en esa lucha que desarrollan algunas cocinas por provocar la conmoción del comensal. Tal como hicieron los Roca con su ostra con aroma de tierra, Camarena enfrenta al cliente con alguna de sus quimeras particulares y sale con éxito del envite.
Hubo más cosas en ese almuerzo: un magnífico arroz con sardinas al espeto, una evocadora parpatana de atún –de almadraba, mantenida en el congelador desde que acabó la temporada y hasta fin de existencias; eso no complica la supervivencia de la especie-, un cochinillo servido junto a una rama de apio y un puré alimonado impecable técnicamente aunque carente del calor y le emotividad que alcanza el resto del menú, y otra vuelta al equilibrio y la sutileza con un postre que combina una crema espumada de yogur, un helado de calabaza y unas tiras de jengibre confitado.
Luego sería el turno de la tarta de limón y una nueva vuelta al principio de una cocina que sigue mirando a su alrededor con una madurez que acaba seduciendo.
«El fogón de Ignacio Medina»