Ser genuino y original está muy bien. No es fácil. Pero cuando uno machaca formas se puede convertir en cansino. Un ejemplo, los cantantes. Muchos de ellos, a menos que tengan una voz peculiar, resultan repetitivos. A su tercer álbum, algo en tu oído te dice eso de “esto ya lo he escuchado”. Por eso recurren a otros compositores que les ayuden a cambiar sus registros y evidentemente vender más discos. Es importante no perderse en la frágil memoria de un fan.
Es difícil mantener el interés a lo largo del tiempo. Algunos disfrazan tradiciones, como pasar de la sopa de cocido con fideos al cóctel de cocido desestructurado. Otros se adaptan a los cambios por exigencias de guión, dejar atrás la cama con dosel por el tatami o el walkman por el iPod. Y otros sienten la necesidad de romper con viejas costumbres, cruzar del moño al brushing, de la faja al tanga o de las katiuskas a las Wellies. O simplemente un deseo de cambio. Y esto ocurre en cualquier ámbito de la vida.
Y algo así le ha ocurrido a una amiga mía con su pareja. Me contaba que últimamente andaba algo preocupada por su monotonía en temas carnales y esto afectaba a su relación. Les resultaba tan invariable su vida sexual, que pactaron acudir a terceras personas para poner algo de color en ella. Dice mi amiga que desde que tomaron esa decisión, además de ser más rico en matices también ha servido para tranquilizar su agitada mente en estos menesteres.
La primera vez contrataron a profesionales del medio. Se les antojaba divertido y sin complicaciones. La falta de lazos afectivos lo hacía más sencillo. Sólo codiciaban encontrar nuevos y deliciosos placeres. Se reunieron en uno de los hoteles más exclusivos de la ciudad. Estaban nerviosos porque ninguno de los dos había hecho antes uso de este tipo de servicios. Pero a la vez estaban totalmente convencidos de dar el paso. Llegaron los primeros. Hacía una temperatura casi veraniega y decidieron sentarse en los elegantes sillones de rafia y cojines de lino blanco de la porchada del lobby.
Mientras esperaban tomaron una copa y mi amiga no dejaba de preguntarse qué aspecto tendrían. La incertidumbre se disipó a los pocos minutos. Por el hall de entrada vieron llegar a una pareja de unos 25 años. Ella morena de larga melena y él un cubano de piel tostada. Sonrientes saludaron al camarero que respondió con un amable “encantado de volver a verles”. Tras las presentaciones de rigor se dispusieron a ir al grano. Subieron inmediatamente a la habitación, una suite decorada en tonos malva y blanco. Se acomodaron en los amplios sillones del salón y se sirvieron una copa de champagne muy frío. Mi amiga entre los dos y su pareja en un confortable sillón justo enfrente de ellos.
Ella comenzó acariciando las piernas de mi amiga mientras que él la invitaba a bajar la cremallera de su pantalón. En un momento y sin apenas darse cuenta, estaban los tres semidesnudos. Cuatro manos arrullándola. El contraste de colores la excitaba. Los dos bajaron a nadar en las profundidades de ella. Dos lenguas meciéndose entre sus labios. Regados de su propio rocío. Dos dedos jugueteando en su túnel. Ella acariciando dos pieles nuevas, dos tactos opuestos y dejándose hacer. Dos bocas pellizcando sus pezones mientras conducían sus manos a otros ríos. Goteando gemidos y jadeos.
Y entre tanto su chico contemplando la escena, agitándose entre los cojines. Esperando que todo estuviera preparado para él. Se levantó y colocó sus manos en el respaldo del sofá, inclinándola hacia delante. Abordó su cueva impetuosamente mientras dos caldeados apéndices bebían de su néctar. Desarmada y en apenas unos minutos viajó hacia el éxtasis junto a su chico. Extenuados, decidieron quedarse solos. Trenzados entre las sábanas. Mimándose.
Dice el filósofo que el agua del río no recorre el mismo cauce dos veces. Continuidad y permanencia. Aplicado a las relaciones (con perdón de Heráclito) es como cambiar de intención pero sin cambiar de manos. ¿Es por amor o por el instinto de conservación y la inercia, que no queremos sustituirlas?
Reflexionaré sobre ello mientras saboreo un tartar de atún con coulis de mango.
Memorias de una libertina