jueves, enero 16, 2025
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La dura tarea por delante de Libia

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Todavía tengo en el trastero un ejemplar del aberrante manifiesto político de Moammar Gadafi, «El libro verde», que recogí durante una visita a Libia a principios de la década de los 80. Es un recordatorio de lo excéntrico que era el Gadafi dictador, y del extremo al que logró no obstante desafiar y fastidiar a los árabes y a Occidente hasta la hora de su muerte el jueves.

Con la caída de Gadafi, es buen momento para evaluar la política libia en general. Un equipo de la Casa Blanca viene estudiando desde marzo qué hacer «el día después» de desaparecer el líder, y felizmente, la mayor parte de los desastres potenciales que les preocupaban no se han producido. «Estábamos preparando planes para un montón de contingencias -inseguridad masiva, Bagdad 2003- a las que no hemos tenido que hacer frente», afirma un funcionario de la Casa Blanca involucrado en la iniciativa.

Sin la presencia aglutinadora de Gadafi, el peso de la confesión sectaria y la tribu podría incrementarse todavía más en Libia, igual que sucedió en Irak después de que la estructura de estado secular allí fuera decapitada. Pero en la actualidad, la guerra de la OTAN en Libia parece un éxito – y por ciertos motivos interesantes y contrapuestos.

Lo que el enfoque del Presidente Obama cauto y ajeno a los canales habituales en Libia tenía de bueno es que negaba a Gadafi la confrontación apocalíptica definitiva contra Estados Unidos que él ansiaba. Perdone usted, Moammar, pero América formaba parte simplemente de una coalición de la OTAN esta vez. En realidad, el desenlace en Libia ha sido un buen argumento en defensa de las medias tintas (o por lo menos, de las medio invisibles).

Fue una circunstancia en la que Don Guay tenía toda la razón. Obama vio que una zona de exclusión aérea no sería suficiente y presionó para sacar adelante fórmulas más duras en las Naciones Unidas autorizando «todas las medidas necesarias» para proteger a la población libia. Pero optó por la implicación estadounidense limitada, en primera línea durante la primera semana, y bajo el paraguas protector de la OTAN y la Liga Árabe.

Obama mantuvo deliberadamente a Estados Unidos en segundo plano hasta cuando los críticos empezaron a quejarse del espectáculo del «liderazgo» estadounidense. Y lo más importante: aguardó durante el pasado verano, rechazando el consejo de los que razonaban que tenía que escalar la intervención militar estadounidense para salir de la parálisis o, alternativamente, abandonar la empresa.

Gadafi era una amenaza para los suyos pero nunca supuso una amenaza estratégica para Estados Unidos. Fue sobre todo un engorro y un cascarrabias, como queda plasmado en «El libro verde», que en las primeras páginas anuncia ser «la solución definitiva al problema del instrumento de la administración». No, eso no significaba cámaras de gas sino una red de comités populares que se suponía iba a convertir a Libia en la versión árabe de Vermont.

«La democracia representativa es un fraude», escribió Gadafi, y los parlamentos formaban parte de «una teoría obsoleta». En su lugar proponía administrar Libia como el agitador de un circo anárquico, vestido con uniformes extravagantes que, según la ocasión, le hacían parecer un personaje de «La Guerra de las galaxias» o el director de una orquesta de cuerda griega buzuki. Su caprichoso experimento no hizo sino dar más importancia al poder tribal.

«Un país es una tribu que ha crecido a través de la procreación», sentenciaba Gadafi en su manifiesto. Pero ése era justamente el problema. La Libia de Gadafi no era una tribu, sino muchas; es el mismo caso de la mayor parte de los países próximos atrapados ahora en la Primavera Árabe.

Lo que Libia necesita ahora es «estadidad», cosa que no es tan simple como suena. Los estados seculares que surgieron en Oriente Próximo tras el Imperio Otomano eran sobre todo dictaduras militares que desfilaban bajo el estandarte del nacionalismo árabe. Pero se fundaban en algo mayor que la tribu o la confesión sectaria, la idea de un arabismo trascendente que dejaba espacio a los cristianos, los drusos, los alauitas y los demás. En realidad, se puede decir que la historia del mundo árabe durante el último siglo ha consistido en una búsqueda de algún principio rector así, como alternativa al califato sunita.

Crear un estado secular fuerte es el gran reto para Libia, post-Gadafi. El Consejo Nacional de Transición oficialista se convertirá en un gobierno interino en cuanto se declare oficialmente «la liberación». La principal tarea es forjar un ejército nacional único a partir de los grupos de milicias que libraron la revolución. En el frente de la administración pública, varios centenares de asesores extranjeros trabajarán a las órdenes del representante especial de las Naciones Unidas Ian Martin. La construcción de la identidad nacional va a ser esta vez quebradero de cabeza de las Naciones Unidas.

Obama hizo varias tentativas camino del final simbólico de la campaña libia el jueves. Pero parece justo decir que su visión de oposición a Gadafi a través de una coalición internacional amplia – en el seno de la cual otros países comparten la carga, para variar – funcionó bastante bien.

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David Ignatius

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