martes, noviembre 26, 2024
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Trazando el relieve de una transformación árabe

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La primavera es ya un recuerdo distante, mundo árabe incluido. Es tiempo de cosecha, y la gente da gracias por lo que ha cosechado con la esperanza de que le dure durante los largos y fríos meses por delante.

Pienso en estos hechos estacionales cotidianos mientras contemplo las crónicas televisivas del caos en las calles de Egipto y Siria, mientras luchan por nacer revoluciones. En esta parte del mundo, el motivo del banquete es la fiesta religiosa musulmana conocida como Eid al-Adha, que fue hace unas semanas, pero la tónica perdura este fin de semana de Acción de Gracias.

Para el visitante asiduo de Oriente Próximo, fue un año que trajo momentos de alegría, contemplando la exuberante declaración de libertad y dignidad en las calles, y también, francamente, de temor — a que estas pasiones evolucionen en un mosaico más siniestro de inseguridad e intolerancia.

Desconozco el resultado que se avecina, mientras la primavera deja paso al invierno. Esa incertidumbre es una razón de que me alegre de que el presidente Obama siga una política cauta — esperando lo mejor y apoyando a los buenos cuando puede, pero también intentando evitar resultados más peligrosos.

Acción de Gracias es también un tiempo en el que escuchamos a los ancianos reunidos a la mesa, la gente que ha atravesado incontables primaveras e inviernos y que, si son sabios, ven las cosas con claridad nítida. Varios de estos ancianos del mundo árabe están ausentes este año — los hay que merecidamente, como en el caso del presidente egipcio depuesto Jorge Hosni Mubarak, que imaginó poder administrar Egipto como un monarca.

Pero quedan algunas voces sabias más ancianas, y merecen ser escuchadas. De manera que escuche un momento al Príncipe Saud al-Faisal, el ministro de exteriores saudí de 71 años de edad. Ha ocupado esa cartera desde 1975 y es el ministro de exteriores que lleva más tiempo formando parte de una administración del mundo.

Me reuní con Saud en su palacio de aquí hace una semana, y fue una visita intensa: el príncipe sufre la enfermedad de Parkinson, y sus manos y su voz tiemblan ligeramente. Aunque su cuerpo es frágil, su intelecto formado en Princeton sigue siendo agudo: fue la conversación más interesante de las muchas que he mantenido con los años.

Pido a Saud que me ayude a entender la Primavera Árabe y a dónde se dirige. Muchos saudíes creen que es un desastre que concluirá dando el poder a la Hermandad Musulmana, pero el príncipe tiene una opinión más campechana.

«Es una gran transformación del mundo árabe», dice. «Está teniendo lugar de formas diferentes en países diferentes por razones distintas. Me parece que el parecido en estos casos es la ausencia de atención a la voluntad del pueblo por parte de las entidades en el poder, y la premisa de que se puede seguir descuidando la voluntad del pueblo porque ellas controlan la situación. Pero nunca se puede evitar lo que quiere la gente, sin importar el gobierno que haya.

«No se puede saber lo que saldrá de estas revoluciones», continúa Saud. «Una revolución puede acabar bien: en América, fue una buena revolución. Pero en Francia, trajo el Reinado del Terror. ¿Qué pasará en nuestra región del mundo?» Saud reflexiona un momento, y a continuación dice: «Con independencia de la decisión que se adopte, va a ser su decisión».

Me parece que Saud plasma el factor más positivo que he visto durante mis viajes este año. Por una vez la población árabe escribe su argumento. No es víctima de dictadores nacionales ni de potencias extranjeras. Es dueña de su futuro, para bien o para mal.

¿Y qué hay del futuro político de Arabia Saudí? ¿Cómo encaja el régimen más conservador y acaudalado del mundo árabe en esta era de cambio? A esto, Saud se muestra comedido: «Vamos a escuchar a nuestra población y avanzar en consecuencia», dice. «Estamos avanzando, puede que no tanto como una revolución, pero estamos avanzando de una forma que es estable».

Saud tiene los modales reales de un príncipe beduino, alto y espigado, con un rostro de asceta que oculta la chispa de sus ojos. Siempre me he preguntado si le veré algún día en Jerusalén, al frente de una delegación de paz árabe. Probablemente no sea el caso, ni siquiera si los saudíes han ofrecido un plan que reconoce a Israel a cambio de un estado palestino. El reloj de la paz nunca parece funcionar más allá de la medianoche de la jornada siguiente.

A la mesa global de este fin de semana de Acción de Gracias escuche — sí, el clamor y la confusión, pero también las voces de personas que entienden que aunque el cambio es deseable, también es hora de hacer acopio del civismo y la tolerancia que ayudarán a que esta región supere el inminente invierno árabe.

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David Ignatius

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