martes, noviembre 26, 2024
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La guerra de los mundos

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Un año más la vida se tiñe de fútbol: vuelve el partido del siglo y con él uno de los pocos acontecimientos capaces de paralizar este país nuestro. Unas gotas de ilusión y muchas de pasión en el guiso desesperanzado que nos cenamos cada noche. Llega el derby Real Madrid – Barcelona, iluminado por la cohetería habitual, para alegrarnos la velada del próximo sábado. Los contrincantes se juegan, balón de por medio, algo más que los tres puntos, confrontan dos maneras muy distintas de entender este juego.

Algún domingo que otro mi padre me llevaba al Santiago Bernabéu. Subíamos la escalera que ascendía hasta el vomitorio y la luminosidad del recinto me cegaba. Recuerdo el gentío, las gradas rebosantes de público y el olor a hierba recién cortada mezclado con el humo dulzón de miles de puros. Me acurrucaba entre las rodillas de aquel hombretón, en su abono del primer anfiteatro, y aplaudía locamente cuando los jugadores desfilaban hasta el centro del campo. Disfrutaba del encantamiento colectivo que provocaban aquellos gladiadores blancos autores de la leyenda del Real Madrid. Saltaba con los goles y gritaba cuando alguno de ellos rodaba por los suelos. Años después, me contaron que el Real Madrid era el equipo de los señoritos mesetarios y centralistas, el club de Franco y de las enseñas de su dictadura, la herramienta que utilizaba para romper las barreras democráticas del continente. El telón que escondía tantas desdichas populares. Es muy posible que esto fuera cierto, pero siempre he disfrutado con los merengues y me temo que moriré madridista.

Enfrente estaba siempre el Barcelona. La Liga de entonces no era como la de ahora, víctima del imperialismo feudal de dos máquinas de hacer dinero. Había otros equipos capaces de combatir y ganar: el Atlético, el Bilbao, el Zaragoza, el Valencia, incluso el Sevilla o la Real Sociedad. Todos eran muy buenos pero el Barça era la bestia negra del Madrid. En aquellos días me explicaron también que el Barcelona era más que un club. Tan burgués y señorial como el Madrid, pero adornado con otros ropajes: catalanidad represariada, resistencia activa al oficialismo del Real Madrid, bandera de enganche de una ciudadanía participativa y el alambique perfecto para destilar barcelonismo con el alma nostálgica de todas las culturas desembarcadas en la Ciudad Condal. Con el carné del Barça se regalaba la integración en Cataluña, se procediera del norte, del centro o del sur de España.

La democracia nos dejó huérfanos de aquella parafernalia patriotera. Los derechos de TV y los ingresos publicitarios han descompuesto el barniz político que forraba a estas dos escuadras. Ahora son un magnífico negocio, que multiplica sus presupuestos sin parar. Ya sólo nos queda la épica. También tenemos a Pep Guardiola y a José Mourinho. El entrenador portugués es un profesional sin colores, que se contrata en el mercado de abastos por una pasta gansa, que rescinde el contrato si encuentra algo mejor y que sólo se apunta en batallones que van a ganar la guerra y le aseguran la cruz de hierro. Es tan vanidoso como soberbio y donde él habita ya no manda nadie. Se conoce al dedillo las estrategias para campeonar, aunque el campo quede sembrado de muertos. Prepara a sus jugadores como si fueran guerreros. Le gustan fieros, malhumorados, crispados y con el cuchillo entre los dientes. Si gana lo celebran como vikingos y si pierden se retiran blasfemando. Mourinho ha conseguido construir un equipo extraordinario.

Guardiola es otro cantar. Le crecieron los dientes envuelto en pañales azul y grana. Aprendió a vivir en los pasadizos del Camp Nou. Recibió el balón de los dioses del fútbol ceremonioso y artístico que reinaban en Europa. Jugó en equipos de ensueño y no amó a otras estrellas que no brillaran en el Mediterráneo. Educado, sutil, y un tanto irónico, consiguió que una bruja le confiara la pócima que mueve el fútbol. Desde entonces, los jugadores del Barcelona parecen iluminados. Guardiola se pasea como un filósofo griego, rodeado de chavales que muy pronto probarán su magia y prolongarán la bella historia del equipo. A Guardiola le preocupa mucho más el futuro del euro o lo que va a ser de los ciudadanos que el mismísimo fútbol.

Lo dicho: el sábado nuevo episodio de la guerra de los mundos. ¡Qué gane el mejor!

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Fernando González

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