A veces la realidad de los acontecimientos nos obliga a hacer enfoques fríos y calculados. Los hechos, y su tozudez, nos impiden análisis basados en la pasión o en los sentimientos. Hay veces, pues, que las emociones tienen que dejarse a un lado para asumir visiones construidas exclusivamente con el prisma de la racionalidad.
Durante años, la defensa de la República ha sido una pretensión basada en una justa exigencia de la legalidad destruida en el pasado. Nuevas generaciones se han hecho mayores asumiendo como suya la defensa de una idea vertebral del discurso de la izquierda que no era, ni más ni menos, que la reivindicación de una identidad política que reflejaba lo injusto del tiempo que vino después. Pero en puridad, la república nunca ha sido más que una forma de organización del Estado, y nunca he entendido muy bien por qué cierta izquierda cuya misión en la política era la de forjar las condiciones para superar la existencia misma del Estado capitalista, se atascaba en semejante lucha. Probablemente, me dirán, porque las conquistas sociales forman parte de un proceso dialéctico y gradual. Pero la evidencia de la evolución de nuestra sociedad, la de aquí y la de cualquier otra parte del mundo, ahora, ponen en entredicho semejante razonamiento. Estamos, o debemos de estar más, en otros asuntos: la economía del conocimiento, el aprendizaje para una nueva Era, la revolución tecnológica, la globalización, el pensamiento crítico como base de la formación, el gobierno abierto, la participación ciudadana real, etc.
Salvo si se está en la defensa de la acracia, el modo de producción capitalista, el único que hay y que es el que se ha demostrado, con todas sus imperfecciones, capaz de asegurar un mínimo posible de libertades – no exentas de desvaríos totalitarios, en ocasiones- y, por tanto, de otros mínimos de calidad de vida de los ciudadanos, permite una forma de estado, como la nuestra, que hable de estado del bienestar, economía social o progreso.
La forma de Estado, en ese contexto, no es más que un asunto de organización social: no es, ni puede ser, una cuestión de principios, aún siéndola en otro plano de la reflexión, que ponga en riesgo otros valores de mayor calado y de indiscutible mayor importancia.
Dicho todo esto, me manifiesto republicano. Y punto. Creo que la democracia representativa como la nuestra -con Zarzuela incluida- es la forma más eficaz de estructuración de la sociedad: más incluso que la democracia directa, que es un régimen que protege a las mayorías y abandona a su suerte a las minorías. Creo que la idea republicana, es decir, representativa y constitucional, con Rey o sin él, permite la elección de representantes, el equilibrio político, el diálogo y el pacto y, en consecuencia, la armonía social.
Durante el debate constitucional, el PSOE, en un acto de ingenua provocación que descolocaba al PCE, propuso una enmienda “republicana”, que vista con la perspectiva del tiempo no era más que un recurso de presión en la lógica del pacto y el trueque político inmediato. Los demás, muchos socialistas incluidos, entendieron que la monarquía del Rey Juan Carlos aseguraba una forma de Estado que protegía la convivencia en un escenario complejo a la salida de la dictadura, y el tiempo ha ido fortaleciendo semejante idea hasta demostrarnos que, con independencia del atavismo que supone dejar la jefatura del estado a una familia, el actual régimen monárquico nos priva de un encendido debate que, conociéndonos, terminaría en un conflicto más allá de las razones y más cerca de las viejas pasiones que siempre han detenido el curso de nuestra historia común.
El discurso del Rey, que desde luego no dará título a película alguna, estaba condicionado por la indignante actuación de su yerno. La institución monárquica, ausente de la primera fila de la política nacional y limitada a actuar como garante de determinadas cuestiones definidas en la Constitución, está enfrentándose estos días al ojo escrutador de una sociedad, la española, abochornada por el comportamiento de quien, el tiempo lo dirá, parece más un advenedizo que un sujeto adecuado para ocupar la tercera fila que le corresponde en los asuntos de esa Casa.
Y por eso, las palabras del Rey recordándonos un concepto básico de nuestra Constitución como es nuestro estado de derecho que supone una justicia igual para todos, no suenan vacías entre la clásica palabrería de los buenos motivos navideños, sino que resuenan como una advertencia para que los españoles no caigamos en la tentación del desasosiego y el abandono a una Institución que ha contribuido a la cohesión político social de nuestro país durante treinta y seis años fundamentales.
La forma de Estado no es asunto prioritario en mi ideario, siempre y cuando la democracia sea real y el funcionamiento de las instituciones esté marcado por la Constitución y las leyes. Urdangarín podría hacer prioritario un cambio de opinión, pero el Rey apacigua mis temores y asienta la idea de que, desde mis opiniones de izquierda, sigue siendo más importante superar ensoñaciones sentimentales del pasado, y fijar la atención en la parte del ideario de mi ideología que habla de justicia social, igualdad, libertad y derechos civiles, políticos, económicos y sociales para todos. Ideario en el que, aprovecho, tampoco cabe ningún principio inamovible sobre este tedioso asunto de la organización territorial del estado, el federalismo, el autonomismo y toda esa literatura de la llamada España plural que ha sido el espejismo que ocultaba las razones que dieron lugar a la existencia, en su día, de un proyecto transformador como lo ha sido el PSOE durante más de ciento veinte años – y en cuya historia, por más que releo, no encuentro referencias ni en Pablo Iglesias, Prieto o Largo ni a la república ni a los estados dentro del estado como ejes de su programa máximo, que era y es, más emancipador que administrativo- .
Mientras tanto, me quedo con el discurso del Rey, no con la película, sino con el discurso de Nochebuena.
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Rafael García Rico