Algo he viajado fuera de nuestro país, y alguna que otra embajada he visitado, y mi experiencia es bastante positiva. Aquella definición de Antonio Lara, Tono, de que el diplomático era un señor que por la mañana NO trabajaba en su embajada y, por la tarde, se iba a otra, invitado a un cóctel, no corresponde con la realidad.
El personal diplomático vive relativamente cómodo en los países incómodos y lejanos, en los que es posible que hasta pueda permitirse la ayuda de una empleada doméstica, mientras en los países cómodos, y de alta renta per cápita, la suya queda bastante justa, rayando con la estrechez.
Si a ello sumamos el desarraigo de los hijos, que cuando son pequeños cursan estudios en tres continentes distintos, y los gastos que ocasionan, cuando su licenciatura exige su mantenimiento en España, tendremos un panorama al que habría que añadir un horario de trabajo que depende de las necesidades de servicio, y en el que las horas extraordinarias suelen ser tan cotidianas como las otras.
Naturalmente, a través de un buen trabajo, se llega a embajador, como en la Universidad se llega a catedrático, con la diferencia -hasta ahora- de que las embajadas más importantes y más brillantes no se concedían a los diplomáticos de carrera, sino a políticos, a veces como premio, a veces como excusa para tenerlos alejados y neutralizar una posible rivalidad.
La declaración del nuevo ministro de Asuntos Exteriores en la intención de que los embajadores sean diplomáticos de carrera, me parece una decisión justa para la Carrera -como se la conoce- y que ayudará a la eficacia, porque no todos los políticos poseen la experiencia, el tacto y la profesionalidad que atesoran los diplomáticos. Asimismo, el diplomático es un funcionario que, como todos, tendrá sus preferencias políticas, pero que no confunde con la naturaleza de su función, como un profesor o un médico lleva a cabo su trabajo con independencia de qué partido político esté al mando de la Administración.
Si esta atinada decisión del ministro Gargallo se proyectase sobre los directores generales de la Administración, contribuiríamos a estimular la función pública, muchas veces convertida en lotería de favores.
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Luis del Val