Soraya Sáenz de Santamaría anuncia la resurrección de Montesquieu. La noticia nos alcanza un cuarto de siglo después de que Alfonso Guerra, apoyándose en la abrumadora mayoría parlamentaria de la que disfrutaba el PSOE en 1985, decretara la segunda muerte del sabio barón francés. Es una buena nueva porque, al recuperar el anterior sistema de elección de los magistrados que forman el Consejo General del Poder Judicial devuelve a los jueces la primacía a la hora de elegir a los componentes de una institución clave para el Gobierno no politizado de los asuntos relacionados con la administración de la justicia. Ahora, a la hora de designar a los miembros del Consejo quien tiene la sartén por el mango es el Parlamento, es decir, el Gobierno de turno y, en clave de menor cuota, el principal partido de la oposición. Con el resultado de todos conocido: un Consejo que reproduce la correlación de fuerzas parlamentarias, situación que desemboca en una mengua de la equidad salvo por las contadas excepciones de magistrados que hicieron o hacen prevalecer un criterio de independencia a prueba de las presiones de los partidos políticos. Montesquieu abogaba por la separación de poderes (Legislativo, Judicial y Ejecutivo), como fórmula para establecer los contrapesos que evitan que el poder degenere en poder absoluto y, por lo tanto, en abuso. Es la fórmula más razonable para hacer frente a un hecho probado: la falta de virtud de los poderosos. Hace 27 años, muchos de los jueces y fiscales en activo, venían del franquismo. No es el caso de la España de nuestros días. Volver a la forma anterior de elección de los miembros del CGPJ, no debería preocupar a nadie. Es bueno, que los poderes del Estado sean independientes y, que dentro del campo de juego que establecen las leyes, se miren de reojo unos a otros. De esa desconfianza, nacerá la virtud. Confiemos en que así sea.
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Fermín Bocos