En política, a menudo el mensaje está en el momento escogido. El 20 de enero — tres días antes de la concentración anual contra el aborto March for Life — la administración Obama anunciaba su decisión definitiva de que universidades, centros hospitalarios y organizaciones de caridad católicas estén obligadas a cubrir la esterilización, los anticonceptivos y los abortivos.
Con vistas a la concentración, los estudiantes católicos se reunieron masivamente en el Verizon Center. Los fieles celebraron vigilias en la Basílica Nacional de la Inmaculada Concepción. Obispos y miembros de la hermandad Católica Romana de 1882 llegaron para recorrer el National Mall en medio de las bajas temperaturas. Todos llegaron a Washington a tiempo para ser objeto de ridículo.
Los líderes católicos están todavía tratando de procesar las implicaciones de la emboscada que les han tendido. El presidente tuvo multitud de oportunidades para evitar la confrontación. En el reciente fallo del caso de la iglesia luterana Hosanna-Tabor, la sentencia por unanimidad del Tribunal Supremo refrenda el amplio derecho de autonomía religiosa apoyado en la Constitución. Obama podría haber utilizado la sentencia como excusa de una retirada.
Y habría sido una retirada menor. La administración estaba a punto de imponer por ley la cobertura prácticamente universal de la contraconcepción
preimplantacional a través de la reforma sanitaria Obamacare, sin ningún anuncio público. No se habría producido ninguna polémica en absoluto si el
Presidente Obama hubiera simplemente declarado exentas a las instituciones y los ministerios religiosos. Pero la administración insistió en que la
Universidad Católica de Notre Dame y el Hospital Católico St. Mary fueran obligados a financiarse el privilegio de vulnerar sus convicciones
confesionales.
Obama elige obstaculizar gravemente una confesión, mediante el más intrusivo de los medios, con objetivos estatales no muy relevantes — una mejora marginal en el acceso a unos anticonceptivos de urgencia que se pueden adquirir con facilidad en muchos sitios. La medida de carácter excepcional religioso incluida en la reforma sanitaria Obamacare es más estricta en el código federal — se encarga esencialmente de las homilías y la administración de los sacramentos. Atender a los pobres y sanar a los enfermos se consideran empresas seculares — cálculo que habría sorprendido al fundador del Cristianismo.
En la decisión de Obama hay en juego maliciosidad y radicalismo a partes iguales — un edicto pronunciado con saña. Se trata de la maniobra más patentemente anti-católica emprendida por el gobierno federal desde que en 1875 se propusiera la Enmienda Blaine –un mensaje diseñado para reducir la
tolerancia de la opinión pública hacia el catolicismo romano, considerado por entonces autoritario, extranjero e intolerante. El progresismo moderno ha progresado hasta el extremo de adoptar las posturas y los métodos de los legisladores nativistas Republicanos del siglo XIX que favorecían lo autóctono frente a lo llegado con los inmigrantes.
Las implicaciones de la decisión de Obama tardarán años en vislumbrarse. El impacto inmediato puede medirse sobre tres caballeros:
Consideremos al líder académico más destacado del Catolicismo, el reverendo John Jenkins, presidente de la Universidad Católica de Notre Dame. Jenkins
se jugó el cuello al auspiciar el discurso honorario de promoción que pronunció en el año 2009 Obama en la institución — discurso que prometía un enfoque «sensato» sobre las medidas de conciencia en las legislaciones sanitarias. Jenkins ahora denuncia: «No es la clase de enfoque ‘sensato’ que tenía en mente el presidente cuando se pronunció aquí». Obama ha hecho que parezca que tomó el pelo a Jenkins — y a los demás aliados católicos de izquierdas.
Consideremos al funcionario católico electo con más alto rango de la administración, el Vicepresidente Joe Biden. Biden había alentado el diálogo con la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos en materia de derechos de conciencia. Ahora será recordado como el infiltrado católico que se prestó para violar la conciencia de los católicos. La traición es siempre una labor que se desarrolla desde dentro.
Pensemos en el líder eclesiástico más destacado del catolicismo, el Cardenal Timothy Dolan, responsable de la Conferencia Episcopal. Dolan venía siguiendo una política de diálogo con la administración. En noviembre de 2011 se reunía personalmente con Obama, que enseguida se puso a hablar
de forma tranquilizadora de mecanismos de protección de conciencia. El 20 de enero, durante una conversación telefónica menos cordial, Obama informaba a Dolan de que no se haría ninguna clase de concesión sustancial. ¿Cómo defenderá ahora Dolan el diálogo?
Las implicaciones de la intromisión de Obama van más allá de las medidas anticonceptivas y van a despertar la oposición más allá del catolicismo. Las universidades y los centros universitarios cristianos de diversas denominaciones se van a resistir a prestar la cobertura sanitaria de los abortivos. Y la sonora ambición de este precedente federal será dentro de poco evidente para toda institución religiosa. Obama está reclamando que el ejecutivo determine las instituciones de los fieles que son religiosas y las que no — y que a continuación regule de forma agresiva las instituciones que el Estado va a declarar seculares. Se trata de una visión de la libertad religiosa tan ceñida y privatizada que apenas cubre el espacio de las orejas de los fieles.
La decisión de Obama también plasma una forma concreta de progresismo. El progresismo clásico se ocupaba de las libertades para tener y practicar
creencias enfrentadas con el consenso de la opinión pública. El progresismo moderno se vale de las competencias del Estado para imponer los valores progres a las instituciones que considera retrógradas. Es la diferencia entre pluralismo y anti-clericalismo.
El móvil final de la administración es incierto. ¿Ha adoptado un secularismo radical por convicción, o está apelando de forma cínica a los seculares radicales? En cualquiera de los dos casos, la guerra contra la religión queda oficialmente declarada.
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Michael Gerson