Estoy estupefacta, sorprendida por las duras acusaciones de la ex tenista Arantxa Sánchez Vicario contra su familia, más concretamente contra sus padres Marisa y Emilio, a los que acusa de haberla llevado a la ruina, y con los que no se habla desde hace dos años. Justo cuando decidió tomar las riendas de su vida y descubrió que de los 47 millones de euros que calcula que ha ganado a lo largo de su carrera (unos 7.000 millones de las antiguas pesetas), no le queda nada más que la casa en la que vive y una deuda con Hacienda de 3,5 millones, a la que no sabe cómo hacer frente.
La decisión de Arantxa de publicar un libro de memorias titulado «Arantxa ¡vamos!», pone de manifiesto lo frustrada y dolida que debe sentirse una mujer que ha huido siempre de los escándalos, y de poner al descubierto su vida privada tal y como lo ha hecho ahora. Si es verdad o no todo lo que cuenta, tendrán que decidirlo los tribunales de justicia, pero de lo que no cabe duda es de que en el origen de esta guerra paterno filial, está el deseo de unos padres porque sus hijos lleguen a lo mas alto, aún a costa de arrebatarles lo más bonito de la vida, su niñez, su adolescencia y su juventud.
Dicho esto, creo sinceramente que Arantxa podría haber gestionado estos asuntos de otra manera, en los juzgados preferentemente, para evitar que los padres se vean acosados, en el peor momento de su vida: el padre está delicado del corazón, ha sufrido un cáncer durísimo de intestino, y acaban de diagnosticarle Alzheimer. Razones todas que no han sido lo suficiente importantes como para disuadir a la extenista de emprender una guerra mediática que nadie sabe como terminara, teniendo en cuenta que tampoco se habla con ninguno de sus hermanos.
Entre las muchas cosas importantes que cuenta en sus memorias, las hay que afectan a su vida más intima como cuando dice: «El propósito de hacer romper la relación con Pep, su marido, me parece una maniobra ruin de gente de mala caña». Palabras de fuerte calado contra unos padres que equivocados o no, sólo buscaban el bien de sus hijos.
El caso de Arantxa no es único, es uno más en una sociedad que busca el éxito y el dinero al precio que sea. Sin darse cuenta de que los hijos no son muñecos modelados a nuestro gusto y semejanza, y al que al final siempre pasan factura. Unas veces porque se han sentido muy atados, otras porque se han sentido utilizados, siempre porque no les han dejado decidir qué hacer en la vida, y eso no solo es pernicioso para la relación familiar sino también para la propia estabilidad del individuo, en este caso de Arantxa. De historias como esta deberían tomar nota muchos padres que se dejan la vida intentando que sus hijos sean lo que ellos no han podido ser o conseguir, para evitar que vuelvan a repetirse, pero claro eso es como pedirles peras al olmo.
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Rosa Villacastín