Hemos perdido un juez, pero ganamos un historiador. Esa es la conclusión, sarcástica, a la que se llega tras leer la sentencia del Tribunal Supremo que absuelve a Baltasar Garzón del delito de prevaricación al hilo del sumario abierto por investigar los crímenes del franquismo. Dice la sentencia que no cometió un delito, que fue un error. Los fundamentos jurídicos sobre los que se basa la doctrina de los crímenes contra la Humanidad son posteriores a los hechos que el entonces magistrado pretendía investigar. Se saltó el «stop», pese a que la Ley de Amnistía (pilar esencial de la reconciliación y fundamento de la Transición), le debería haber puesto sobre la pista de lo extralegal de su empeño.
En fin, la sentencia deja a las partes con la conciencia como antes del proceso. Si Garzón no se hubiera metido en camisa de once varas ordenando las escuchas a los abogados de la trama Gürtel ahora seguiría en su Sala de la Audiencia Nacional. Pero el carácter es el destino y en todas estas historias el personaje Garzón acabó devorando al magistrado que tantos servicios había prestado a la Justicia. El futuro está por escribir pero, si se admiten pronósticos, ahí va éste: no tardaremos en ver al ciudadano Baltasar Garzón cambiando la toga por la clámide de tribuno dedicado a la política. Le veo junto a Cayo Lara y los suyos haciendo propio el discurso de los gracos, aquellos romanos que pagaron con la vida el primer ensayo histórico de lo que hoy tildaríamos de defensa de los ideales igualitarios de la República. Donde no le veo es aguardando, en silencio, el paso cansino del tiempo, para reiniciar allá por el año de Gracia del 2023 su tarea de juez en el primer juzgado con plaza vacante. Once años son muchos años y el personaje Baltasar Garzón le ha tomado gusto a la fama y a los platós. Tengo para mí que su vuelta a los escenarios solo es cuestión de tiempo. Poco tiempo.
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Fermín Bocos