¿Hay que acabar con el Estado de las autonomías? Claro que no, pero después de una experiencia de cuatro décadas, después de haber pasado por diversas etapas, con una sociedad democrática estable -pese a que algunos tienen interés en tensionar la situación para obtener beneficios locales-, y, sobre todo, en medio de una crisis que será profunda y duradera, hay que analizar cuál es la esencia de ese Estado autonómico y qué es lo que se ha ido añadiendo y hoy no es soportable. Si esta España democrática se hizo por consenso, incluido el «café para todos», con el máximo consenso debe hacerse el cambio. Pero debe hacerse. Esos cientos o miles de cargos, organismos, entidades o instituciones repetidas y, en buena medida, inútiles, innecesarios y, en algunos casos, perversos deben racionalizarse. Lo mismo puede decirse de los ayuntamientos, de los que sobrarían no menos de un 25 por ciento, con un ahorro importante, pero sobre todo con una mayor eficiencia en la prestación de servicios.
El Estado que fija la Constitución no es caro en su diseño, pero una inmensa mayoría de los españoles es consciente de que se ha despilfarrado sin medida; que los controles no han funcionado; que la corrupción en Valencia, Andalucía, Baleares, Madrid, Galicia o Cataluña -sólo las últimas referencias- ha dañado de forma grave los cimientos del Estado; y que nos hemos quedado a la última pregunta: sin dinero en la caja, endeudados y sin un plan de negocio porque no hay negocio. Ni el Estado central ni las autonomías han sido autocríticos. Han recortado sus presupuestos pero más por la pérdida de ingresos que por corregir los errores. Y, por si fuera poco, ningún político ha asumido responsabilidades en la pésima gestión, en el despilfarro o en la corrupción. Sólo las urnas o la denuncia ante la Justicia ha puesto en su sitio a alguno de ellos.
Hay que repensar el Estado, reducir su peso, hacerlo eficiente, solidario y cohesionador. Hay que atender a los más desfavorecidos pero no hay que fomentar ni premiar la desmesura. Tenemos una Universidad en cada ciudad, un polideportivo y un auditorio en cada pueblo, gastos suntuarios, coches oficiales sin control, dietas y tarjetas de crédito con barra libre, diputados que viven en Madrid y que cobran dietas porque «son» de otra ciudad, puestos en los consejos de administración de organismos o de Cajas de Ahorro, con sueldos insultantes por hacer más bien poco, televisiones públicas que son un derroche, políticos que se han subido a un coche oficial hace cuarenta años con escasos méritos y que siguen en él sin haber mejorado su currículum…
No basta con recortar, hay que hacer un ejercicio de transparencia y buena administración y hay que explicárselo a los ciudadanos. Si el Estado somos todos, se tiene que notar. Todo debe ser sometido a revisión serena, tal vez por un consejo de sabios que propongan qué país queremos para dentro de veinte o treinta años: un país con esperanza, cohesión y solidaridad o un país quebrado.
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Francisco Muro de Iscar