Muchos de mis amigos, de todos los colores ideológicos, coinciden en que lo único bueno de la crisis que nos asfixia y desola es que cuando salgamos de ella y ¡alguna vez será! las cosas nunca volverán a ser como antes. Saldremos siendo más pobres y ¡ojalá! que también más precavidos a la hora de visualizar qué cosas no se deben volver a repetir. Desde luego lo que no se puede volver a repetir es esa idea, tan instalada en la sociedad de la opulencia, de que el dinero público no es de nadie y que cuando uno está en el poder tiene derecho a hacer lo que le viene en gana y gastar a troche y moche porque se dispara con pólvora del Rey. Lo que no se puede volver a consentir, por pura higiene democrática, es que la corrupción campe a sus anchas con el nefasto argumento de que corruptos los hay de todos lo partidos políticos y que, al final, paguen como suele ocurrir justos por pecadores.
Según un informe publicado en el 2011, en los cinco años anteriores la Fiscalía General del Estado tuvo entre manos 750 causas de corrupción, que implicaban prácticamente a todos los partidos políticos de nuestro país. Desde la izquierda a la derecha ideológica y desde el norte al sur de nuestra geografía, casi todas las comunidades autónomas se vieron salpicadas de casos de cohecho, malversación, prevaricación, trafico de influencias, blanqueo de capitales y otros muchos delitos de peor nombre y transcripción, algunos de los cuales están siendo juzgados estos días. Lo dije entonces y lo repito ahora: no es que nuestros políticos sean unos chorizos -como afirman genéricamente algunos que han dejado de creer en el sistema- sino que se han ido tolerando y haciendo la vista gorda a situaciones que han terminado por convertir en prácticas habituales y normalizadas hechos delictivos e intolerables desde el más mínimo concepto de transparencia democrática.
Es verdad que los partidos políticos han hecho algún esfuerzo por demostrar que se debe tener «tolerancia cero» con determinado tipo de prácticas pero no han sido, ni mucho menos, suficientes porque son ellos mismos, o mejor dicho sus cúpulas dirigentes, quienes se empeñan en hacer excepciones. Los ciudadanos desearían que ningún imputado formara parte de una lista electoral, pero siempre que eso se plantea surgen voces hablando de que se cometerían profundas injusticias si, finalmente, quedan absueltos en los tribunales. Ese riesgo existe, pero en tales supuestos los propios partidos tienen poder suficiente para rehabilitar si lo desean a quienes han sido tratados injustamente y todos nos sentiríamos más tranquilos si no hubiera en las listas políticos bajo sospecha. Entrando en el quid de la cuestión, yo sería partidaria de regular formalmente de alguna manera, que los partidos políticos no pudieran incluir en sus listas a ninguna persona manchada por la sombra de la sospecha y que cuando se detecte una corruptela el corrupto sea cesado inmediatamente de militancia y deje de tener el paraguas confortable de unas siglas.
Todos sabemos que estar «imputado» no significa estar «condenado», y que esa figura legal sirve para poder ejercer con garantías el derecho a la defensa, pero tal vez ni la figura en sí cumple con su cometido, ni se repara con ella muchas injusticias. No se trata de que aquí paguen justos por pecadores, pero algo se debería hacer para lavar la imagen de los políticos y la política cuyo crédito va en picado. Hacer la vista gorda o aceptar como un signo de normalidad determinadas prácticas que han servido para financiar ilegalmente a los partidos, ha colocado a todos los políticos bajo sospecha, lo cual es tremendamente injusto y profundamente dañino para la democracia. Ni todos son unos chorizos, ni todos se han metido en política para forrarse, ni por supuesto todos se sitúan al limite de la legalidad, pero que su acción no sea ejemplar y también ejemplarizante ha provocado un profundo rechazo de los ciudadanos y una gran desconfianza difícil de recuperar. Que la política en vez de ser una solución se convierte en un problema y que dedicarse a la «cosa publica sea un demérito y desprestigie a quienes se debería elogiar por los servicios prestados a la comunidad es un peligrosísimo caldo de cultivo para aventureros y aventuras no democráticas.
Algo muy grave está pasando cuando los partidos políticos prefieren usar la corrupción como una potente arma electoral en vez de combatirla, cuando ocultan de manera vergonzante el debate sobre su financiación porque ninguno está libre de culpa o cuando, permanentemente, señalan al adversario con el dedo acusador y ven la paja en el ojo ajeno sin que les moleste la viga del propio. La corrupción es uno de los peores males de cualquier democracia y cuanto más se intenta tapar peor huele, aunque los políticos ya ni siquiera se molesten en taparse la nariz. Un vez pasadas las elecciones andaluzas y asturianas y con un horizonte un poco despejado de citas electorales, los partidos deberían de ponerse manos a la obra y coger este toro por los cuernos y si no lo hacen el toro sin duda les cogerá ellos y ahí no hay distingos.
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Esther Esteban