Algunas veces he sentido la molesta sospecha de ser un machista agazapado, cuando no he acabado de comprender la indignación que a algunas asociaciones feministas les ha producido algún anuncio en los que se recelaba de explota el cuerpo de la mujer. Tengo la impresión de que en muchos anuncios se explota el cuerpo de la mujer y el del hombre. Al menos, en las apelaciones a consumir ropa, perfumes o zapatos masculinos se suelen valer de tipos apolíneos, más cerca de los ideales griegos de belleza que de la estética del jorobado de Notre Dame.
Prueba de que hombres y mujeres poseemos sensibilidades distintas es el silencio, a mi parecer lamentable, con el que las feministas han respondido a la salvaje provocación del imán de Tarrasa, acusado de ilustrar sobre la manera de golpear a las mujeres, con un palo de madera, pero teniendo mucho cuidado en no romperles ningún hueso, ni en causar heridas que sangren. Si un párroco católico, de un modesto y perdido pueblo, hubiera dicho, simplemente, que si por casualidad el marido golpea a la mujer tampoco es motivo de divorcio, presumo que se hubiera producido un escándalo de proporciones considerables, acompañado de las correspondientes manifestaciones reglamentarias.
Este feminismo, tan defensor de la laicidad, parece sufrir un respeto religioso impresionante, cuando se trata de la religión musulmana. Y no quiero pensar que, en lugar de ser respeto a la religión islámica, sea miedo a las reacciones de una manera de entender la sociedad bastante peculiar, porque las mujeres nunca me han parecido cobardes.
O a lo mejor, sí. Con las barbas del profeta, ni hombres ni mujeres gastan muchas bromas ni abundan las ironías. Pero esta pusilanimidad, me imagino que no es por miedo y poquedad ante las posibles consecuencias, y prefiero achacarla a que el feminismo se encuentra adormecido en primavera.
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Luis del Val