Nos ahogamos en la sequía. Trescientos millones de seres humanos necesitan urgentemente agua potable. La gente se muere porque no tiene acceso al agua. Es terrible, pero en el siglo XXI volveremos a los viejos conflictos que se asentaban en la rivalidad por los recursos hídricos. El mundo está hecho de tierra, fuego y agua, lo sabemos desde los hombres primitivos y desde los presocráticos. No somos más que tres cuartas partes de agua y por eso cuando nos miramos en el espejo sentimos una brisa húmeda que a veces nos ahoga el corazón mientras se nos seca la garganta: algunos piensan que es la conciencia actuando, otros lo atribuyen a nuestros orígenes y a un rasgo primario de nuestra naturaleza evolutiva. Otros, no piensan en ello y se enfrentan al lavabo dejando caer el agua que no van a beber y, viéndola marchar por el desagüe, se rascan la cabeza hasta que toman la decisión de lavarse: para entonces, muchos litros que no debían correr se han ido al submundo del alcantarillado, donde transcurren las historias de nuestro inframundo. Tierno decía que hacer política local es conseguir que cada día el agua salga por los grifos. Entonces eso quería ser la política local democrática, recién alumbrada; ahora es más agua estancada en los charcos que florecen entre las obras muertas: consumido está el municipalismo por la bazofia del ladrillo. Y desde los noventa los políticos de estado se las ingenian cada poco para proponer un Plan Hidrológico Nacional: una quimera en el país del agua es mía, o de los trasvases que los regantes demandan y los de secano añoran. Labordeta reivindicaba el ser aragonés como el fruto de una tierra mojada por el Ebro y cantaba, entre tanto, a los Monegros y a los pueblos de grifo cerrado por la emigración polvorienta. No hay argonautas que busquen el vellocino de oro surcando los mares de La Mancha, ni hay más lagos en España que los que construyó el caudillo con el fin de retratarlos en el No-Do. La historia nos ahoga en aguas de borrajas y nos hacemos aguadillas mientras queremos respirar el aire limpio del medio ambiente, ya que el otro medio ya es irrespirable.
En fin, que mientras ahogamos nuestras penas en el vino de la gran viña nacional, el agua se nos escurre entre los dedos, se va para siempre como anunciaba Heráclito. Todo fluye en la Meseta, en la Cornisa Cantábrica o en la región de Murcia: pero con escasez. Nos apoderamos del agua para luego derrocharla y negársela al vecino o convertirla en el maná que no canta sino que engorda nuestras arcas. Los madrileños andan ahora a cuestas con otro lio ya que el gobierno de la autonomía por excelencia quiere poner nuevos precios al agua y gobernarlos desde el sector privado, poniendo fin a la experiencia pública que viene de la era de Isabel II, como se deduce por el nombre del canal. Asunto delicado éste ya que cuesta entender las razones para que el oro líquido pase a ser un negocio para unos pocos y no un bien universal que, por cierto, los vecinos de la Corte ya pagan con sus recibos como prueba.
En fin, la política es un asunto delicado que a veces hace aguas. La Estrella, no la de mar, o del agua de canal, podríamos jugar con las palabras, se ha apuntado una notable y curiosa exclusiva en un frente de lluvia fina que puede terminar por calar a alguien. Curioso que siendo de secano el ariete regional esté a punto de irse a pique. En esto, como en otras muchas cosas, no se puede ser como los tejados: de dos aguas.
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Rafael García Rico