Les presento un nuevo relato. Y, de nuevo, de una lectora de estas Memorias de un Libertino. Nos lo remite ‘Golondrina’, a la que agradezco, sinceramente, su colaboración por lo que significa de enriquecimiento de la sección. Espero que lo disfruten. Es su tercer relato en esta sección.
Clandestinos
El tren llegó puntual. Él me esperaba fuera de la zona de andenes, con la mirada expectante, buscándome entre los viajeros que iban saliendo. Me divisó a lo lejos, yo también lo vi y ambos ya no apartamos la mirada el uno del otro, con la sonrisa de la alegría del reencuentro.
Iba de sport: pantalones vaqueros ajustados, jersey rojo y cazadora marrón y ese suave contoneo de caderas, sólo posible con tacones altos. Me gustaba su porte elegante, masculino y atractivo.
Sólo un beso de cortesía como saludo. Ya en el coche, las miradas cómplices hacían presagiar lo que vendría después. Las dos horas de trayecto hasta llegar a destino, donde alternábamos las palabras picantes con la atención a la carretera. Los deseos irrefrenables hicieron que actuásemos de forma irresponsable durante algunos minutos: me acarició varias veces el pubis, a pesar de que el pantalón le impedía tocar directamente mi piel, pero me bajé la cremallera y levanté levemente mi trasero para facilitarle la labor. Mi vulva ya estaba preparada para recibir a aquella mano grande que no paraba de friccionar mi clítoris. Totalmente excitada, mojada, le dije que introdujera un dedo en mi vagina. La excitación iba creciendo, a la vez que la atención a la carretera nos impedía seguir con aquel peligroso juego. Le dije que parase, me subí la cremallera para a continuación tocar la bragueta de él. Su pene en erección era perceptible a pesar del pantalón de pana. Saqué su pene y empecé con movimientos de masturbación, aflojé mi cinturón de seguridad y comencé a chuparlo hasta que de nuevo, la sensatez impidió la culminación de aquella felación.
En el ascensor del hotel nos besamos por primera vez apasionadamente y ya en la habitación me preguntó si empezábamos con el ritual de siempre o nos lo saltábamos. Lo conduje hasta el bidé, se sentó desnudo, su pene en erección. El calor del agua y el jabón en mis manos, acariciaban suavemente sus testículos, alternando movimientos de masturbación con chupadas y lametones en su glande, introduciendo mi dedo en su ano, a la vez que lo besaba y le pasaba la lengua por sus labios, esto hacía que el ritmo cardíaco de él se acelerase. Mis pechos rozaban su espalda, notando los pezones de punta que denotaban mi excitación. Besaba mis pechos, lamía los pezones…
Llegó mi turno, sentada con las piernas abiertas, deslizaba su mano suavemente por el clítoris, e introducía con alternancia sus dedos en la vagina y en el ano, mientras los besos continuaban.
Me adelanté a la cama y lo esperé sentada al borde de la misma, dispuesta a recibir a aquel maravilloso pene en mi boca. Una vez tumbada boca arriba, dejé que lamiera mi sexo e introdujera su lengua en mi vagina, produciéndome un placer que a él le resultaba aún más excitante, oírme gemir, suspirar…
El juego amoroso continuó cuando se colocó encima de mi espalda, penetrándome, analmente. Sus fuertes brazos acariciaban mis pechos y el clítoris alternando la penetración vaginal, me mordía el cuello, hasta que alcancé el clímax.
Un orgasmo que le hizo sentirse el rey del mundo. Con ojos picarones introduje su pene en mi boca y le decía: “mírame, mírame cómo lo hago”. Esta petición lo excitaba aún más y yo volvía a estar lista para conseguir otro orgasmo. Ya en la postura del misionero, las contundentes embestidas, hicieron que de nuevo gimiera de placer. Le agarraba sus testículos con una mano, mientras con la otra ejercía una leve presión sobre el ano de él, acompasando esa presión con sus movimientos. Mi vagina, contraída por el reciente orgasmo, le reportaba tal placer, que enseguida alcanzó el clímax.
Totalmente relajado, pero aún con el pulso acelerado, me dejó que continuara con mi ritual: lamía su pene porque me gustaba el sabor de su semen, sus testículos, pasaba mi lengua por el perineo, sus ingles y después subía hasta su boca, incitándole a que me mordiera la lengua y mis labios hinchados.
Le pedí que me dejara su marca para verme todos los días en el espejo y no olvidarme de nuestro último encuentro: sus dientes marcados en mi culete, como si fuera un reloj.
Abrazados, como dos adolescentes, nos entregamos a los brazos de Morfeo, no sin antes planear un próximo encuentro clandestino, como venía sucediendo desde hacía un año.
Memorias de un libertino