Cristóbal Montoro se desayuna un sapo alguna que otra mañana. Cada vez que intenta cuadrar una partida presupuestaria, le sirven un batracio repugnante y él se lo come enterito. En Bruselas se crían por docenas y cuando faltan se importan más ejemplares de toda la Comunidad Europea. Se reproducen estupendamente, gordos y lustrosos, en las charcas alemanas y en los humedales franceses. Merkel y Sarkozy los empaquetan y se los mandan a Guindos para que lo reparta entre sus compañeros de gabinete. Montoro se los traga cerrando los ojos y pellizcándose con fuerza la nariz. Después se trajea y se presenta en su despacho, como si no hubiera pasado nada. Me han recomendado muchas veces las ancas de rana rebozadas y bien frititas, pero nunca las he probado. No seré yo quien discuta los gustos gastronómicos de nadie, pero zamparse un animalito tan singular no lo incluiría en los experimentos de las cocinas de fusión.
Cuando Rajoy le nombró ministro escribí que Montoro es un hacendista de prestigio internacional y un excelente profesional de los números. Es también un político vocacional, dotado de las tragaderas exigibles a todo estratega que quiera ocupar un puesto destacado. Nuestro hombre siempre defendió unos impuestos justitos. Prefería que el dinero se quedara en el bolsillo del ciudadano. Había prometido, incluso, bajarlos si el Partido Popular ganaba las elecciones. Cuando llegó al ministerio y repasó las cuentas públicas, a don Cristóbal le amagó un soponcio. Reunido el Consejo de Ministros, a Montoro le volvieron a dar el día: no quedaba más remedio que subir el impuesto sobre la renta. Mal asunto. En ese preciso momento comenzó la ingesta de sapos.
Tres meses después, asumidas las regañinas comunitarias y las nuevas amenazas de los mercados, Guindos exclamó: ¡más madera! Montoro volvió a repasar los cuadrantes. Ajustó lo que pudo, pero no llegaba. Había que incrementar tasas y gravámenes, incluso a las grandes empresas. Ni por esas. Faltaban tres mil millones de euros. Afloremos dinero negro y algo quedará en el cepillo público. Todos miraron a Montoro.
Pedirle al Ministro de Hacienda una amnistía fiscal es como obligar al párroco del pueblo a regentar la barra americana más cercana. Supongo que Montoro se defendería y que algún ministro recordaría a sus colegas que el propio Rajoy califico de ocurrencia una iniciativa, muchísimo más tibia y moderada, propuesta por los socialistas cuando gobernaban. Cospedal fue mucho más lejos en aquellos tiempos y le puso a la propuesta de Zapatero tres etiquetas: impresentable, injusta y antisocial.
Los analistas económicos aseguran que habrá que aumentar aún más los ingresos del Estado. Si esto fuera así, ¡Dios no lo quiera!, y Montoro tuviera que almorzarse otro sapo, le recomiendo alguna salsa holandesa. Dulcificaría el sabor del bicho.
Fernando González-Estrella Digital
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