jueves, noviembre 28, 2024
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Daños colaterales

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Ya saben, la expresión “daños colaterales” fue el eufemismo que se idearon la Casa Blanca y el Pentágono para explicar la injustificable muerte de millones de vietnamitas durante la guerra en ese país. La frase de la vergüenza tuvo fortuna, y ahora sirve para rotos y descosidos (siempre a costa de las víctimas), y usada como muletilla por los causantes de los daños principales y de esos otros, secundarios, no buscados, casi casuales, que llevan a cola.

Algo (más bien mucho) de ello rodea a la consecuencia más dañina de la crisis: el paro. El daño principal es la cifra de más de cinco millones de personas concretas al sol, de lunes a domingo, semana tras semana, mes a mes; más dos millones de ellos, año a año, sin ningún ingreso desde que agotaron prestación y subsidio. Estos últimos son el daño principal; que el ochenta por ciento de los españoles creamos que es el problema número uno de España, tengamos o no trabajo, no es un daño colateral, sino una consecuencia lógica del drama que vivimos de cerca.

Pero hoy les quiero hablar de otro daño colateral, menos dramático, menos perentorio, lejos de los barrios y poblaciones deprimidas, asoladas, por la falta de trabajo e ingresos. Reside en urbanizaciones de medio pelo, zonas de adosados, y bloques de escasa altura con garaje y piscina comunitaria. Son lugares donde nadie ha nacido y que se han ido nutriendo de parejas que buscaban domicilios con más espacio según se iban ensanchando sus ingresos. Creadas, o ampliadas, en los años ochenta y noventa, y pagadas con la venta del antiguo pisito y una hipoteca soportable, acogen a profesionales liberales, empleados bien considerados y pagados, incluso algún que otro alto funcionario.

El paisaje recuerda aquel cartel que diseño Ramón para la campaña electoral del PSOE en 1982: gente corriente y feliz, parques donde juegan niños, corretean perros, y pasean mayores. Todo con un look tan lejos de lo pijo como de lo cutre. El sueño posible de una clase media libre de ambiciones ilusorias. A estas alturas, la mayoría tiene a los hijos criados, o casi; la hipoteca es un gasto que no angustia y, en lo profesional, aunque parece que no se va a ir mucho más allá, el sueldo está bien y el trabajo no crea excesivos problemas después de tantos años en la empresa. Hay que levantarse temprano, sí, pero el coche ha dormido en el garaje y el trayecto no es demasiado pesado. Quedan las últimas horas de la tarde y los fines de semana para descansar y disfrutar de la tranquilidad del barrio.

Ya digo. Gente corriente y razonablemente feliz.

Hasta hace poco. Últimamente abundan los vecinos que, a media mañana de cualquier día laborable, pasean a su perro, o vuelven del supermercado con el pan en bolsa de papel. Visten chándal o vaqueros y jerséis de fin de semana, el coche descansa en los sótanos, y el maletín en el cuarto biblioteca. Tenían, sí, un buen trabajo y bastantes personas a sus órdenes, pero la plantilla se fue recortando tras reuniones de crisis, en las que ellos mismos habían participado y buscado soluciones. Pero un día –aquél día- no les llamaron a la “tormenta de cerebros” y, al inicial mosqueo, siguió la noticia recibida con incredulidad: Ellos también sobraban. Y tuvieron que disimular rabia y frustración; al fin y al cabo se les indemnizaba, parte en dinero, parte en pagos a la Seguridad Social para acercarles a la prejubilación, y nadie podía garantizar que los pocos que seguían fueran a terminar en tan buenas condiciones…

Algunos de ellos tenían la suerte de una profesión que les permitía hacer trabajos por libre. Pero llamar a posibles clientes sin el respaldo del bufete o el estudio, era muy distinto a lo anterior. Salían encargos menores, peor pagados, incluso sin firma, pero algo es algo: había que adaptarse a la nueva situación. Peor lo tenían los primeros empleados que se fueron al paro, hace ya casi tres años, y habían agotado la prestación sin encontrar empleo, casos realmente angustiosos. Estos vecinos, mis vecinos, están libres de esos extremos: para comer, tienen, y eliminar o reducir vacaciones, tampoco es para tanto; tendrán que adaptarse a no tener prisa por la mañana, a que las horas y las semanas pasen más despacio, a buscar ocupaciones hasta ahora despreciadas… Nadie tiene la culpa. Son, simplemente, daños colaterales.

Jaime Olmo Mitre-Estrella Digital

Estrella Digital respeta y promueve la libertad de prensa y de expresión. Las opiniones de los columnistas son libres y propias y no tienen que ser necesariamente compartidas por la línea editorial del periódico.

Jaime Olmo Mitre

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