La última escapada cinegética de don Juan Carlos sigue en el centro de todas las miradas y de no pocos reproches. Con fundamento porque, en días como éstos, con cinco millones de parados, miles de personas a punto de perder su vivienda porque no pueden hacer frente a la hipoteca y con el Gobierno intentado sacar dinero de debajo de las piedras para pagar los intereses de la deuda que tiene España, ir de safari a cazar elefantes es, como poco, una frivolidad. Frivolidad que delata una inopinada falta de sensibilidad y de empatía con los problemas de la gente.
La Corona es un símbolo y como tal obliga. El Rey debe ser ejemplar en su conducta y, por mucho que digan sus cortesanos, no tiene vida privada. Como jefe de Estado, sus actos están sometidos al escrutinio de la opinión pública. Opinión pública -recordémoslo- que es uno de los pilares del sistema democrático. De ahí que el error del Rey, al trascender que estaba fuera de España cazando elefantes en la semana en la que pendía sobre nuestro país la amenaza de intervención por parte de las autoridades de Bruselas, haya cosechado un amplio reproche.
Lo que en otras circunstancias se habría saldado con críticas en sordina, en esta ocasión cursa en registro de franco repudio en algunos editoriales de periódico. El caso, además, ha generado un tsunami espectacular en la Red, donde los comentarios se mueven entre la indignación y el sarcasmo. Salvo en letra de periodistas cortesanos o en boca de gentes del mundo de la política estragadas en el cultivo de la sinceridad, a nadie ha gustado que ahora llamen deporte a la salvajada que entraña matar elefantes. La caza mayor tiene este tipo de envés, a veces, es el cazador quien resulta cazado.
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Fermín Bocos