lunes, noviembre 25, 2024
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El quite del perdón

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Hace pocos días mi buen amigo Jesús Loscertales me recordaba en Sevilla la existencia, al menos teórica, del quite del perdón. No se trata de ninguna suerte de capa, sino de una alteración excepcional del orden de la lidia del toro, por virtud de la cual el diestro que ya ha dado cuenta de su lote con faenas propias de otra acepción del diccionario que la referida a la tauromaquia, y al que no le corresponde quite en ese toro postrero, solicita una última oportunidad con la que hacerse perdonar sus anteriores desmanes y desastres. Por esencia el quite del perdón es excepcional y lleva implícita una circunstancia subjetiva que también lo es: el torero que acude a tan atípico recurso está reconociendo, como condición previa, el carácter no ya pobre, sino infame, de su ejecutoria anterior. Nadie puede invocar el quite del perdón sin reconocer la culpa que debe ser perdonada.

Venían estos pensamientos a mi mente a raíz de las noticias sobre la próxima innovación en materia de política penitenciaria relativa a los presos etarras. Es evidente que nos encontramos metidos de lleno en uno de esos procesos de laboratorio que tanto añoraban los nacionalistas vascos para la solución del “conflicto” desde los tiempos de Arzalluz, con sus mesas, sus dinámicas, sus grupos, sus mediadores, sus facilitadores, sus talleres, sus terapias, sus vías… toda esa jerigonza pseudoprofesional que pretende hacer abstracción del dolor y desarrollar una apariencia de metodología con la que al final se pueda enterrar la sangrante realidad. Y la realidad es que ahora el gobierno de España, que ha heredado toda esa viscosa y putrefacta estructura del ejecutivo anterior, tan aficionado a la diplomacia de la repostería menor, se enfrenta con el problema de dar el último paso, el definitivo.

Lo cierto es que solo los más ingenuos podían pensar que lo difícil era persuadir a los asesinos para que dejasen de matar. Lo complicado, lo insuperable, es hacer que pidan perdón. Porque pedir perdón significa mucho más que un reconocimiento personal hacia las víctimas con la esperanza de obtener una respuesta. Porque pedir perdón implica, como en el quite taurino, reconocer que se ha hecho mal. Y lo que los etarras tienen que hacerse perdonar es mucho más que una mala tarde, que según el dicho la tiene cualquiera. Lo que tienen que admitir los asesinos es que nunca existió su lucha armada sino solo el crimen organizado. Que no son soldados de un ejército desmovilizado que vuelven a casa sino cobardes pistoleros a sueldo que mataron a víctimas indefensas sin razón ni motivo más allá de su enanez mental y su miseria moral. Que no son uno de los bandos de un conflicto superado, porque en este conflicto ellos ponían las balas y las bombas y otros ponían las nucas y los miembros para ser amputados. Pero es que además los efectos expansivos de tal asunción de culpa exceden con creces el ámbito de los sicarios. Si los presos de ETA reconocen todo el mal que han hecho (¡ojo! no el daño causado, que solo es la consecuencia última, sino el mal en sí mismo) tampoco dejarían en mejor lugar a las diferentes formaciones políticas (más bien diferentes siglas) que han venido presentándose como la cara “civil” de ese pretendido ejército que no es más que una banda de matones. Y por extensión tampoco dejaría en mejor suerte a los dos centenares de miles de ciudadanos vascos que, de forma recurrente, vienen votando a esas siglas con el pleno conocimiento de que tales sufragios suponían una manifestación de apoyo y legitimación de la pretendida lucha armada. Y por último la petición de perdón y consiguiente reconocimiento de la maldad originaria y radical de su trayectoria por parte de los etarras tampoco tranquilizaría la conciencia ni mejoraría la imagen de todos aquellos, fundamentalmente –aunque no solo- nacionalistas que a lo largo de medio siglo han venido manteniendo una exquisita equidistancia aparente, teñida de una enorme comprensión hacia “ese mundo”.

Por todas esas circunstancias es enormemente difícil, por no decir imposible, que los etarras pidan perdón. Hay mucho en juego, mucho más que el propio futuro personal de semejantes individuos. El gobierno anterior cayó en la trampa del proceso, pensando que el de los presos era un asunto a solucionar en un momento posterior y que era una cuestión puramente individual. El actual ejecutivo, centrado en otras preocupaciones, ha dado a este asunto un perfil bajo, de lo cual la primera muestra fue la elección del ministro del interior, cuya capacidad política está ampliamente desbordada por las necesidades del cargo. Así las cosas el gobierno duda entre la vía Nanclares, la vía talleres o la vía del ferrocarril…

Alguien puede pensar que las víctimas, que no han disparado un tiro y han demostrado una infinita capacidad de sufrimiento sin abandonar la ejemplaridad, pueden todavía aportar un poco más a al causa de la pacificación. Que es razonable pedir un poco más de sacrificio a quienes ya han dado mucho, a fin de que otros, la inmensa mayoría, no llegue jamás a conocer ese dolor. Yo no me atrevería a mirarles a los ojos y pedirles dicho esfuerzo.

Por lo tanto, si los etarras quieren el quite del perdón, que lo pidan como tal y, previo reconocimiento expreso, incondicionado y sin matices de todo el mal injustificado e injustificable que han cometido, entonces y solo entonces que nos intenten impresionar con su virtuosismo democrático y de convivencia. La responsabilidad de que así sea corresponde a la autoridad competente. Esperemos no tener que escuchar el grito de Salva (que en paz descanse) “¿A quién defiende la autoridad?”

Juan Carlos Olarra – Estrella Digital

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Juan Carlos Olarra

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