Desaconsejar el viaje a Londres de la Reina Sofía para participar en el jubileo de la Reina Isabel de Inglaterra me parece una decisión totalmente desacertada. La clamorosa ausencia de la Casa Real de España en una conmemoración tan singular como irrepetible, tan fastuosa como mediática, a la que no ha faltado monarquía alguna, me resulta inexplicable, un error de la diplomacia que encabeza el ministro Margallo. Hemos quedado en evidencia a cambio de la nada más absoluta. Consumada tal inoportunidad, los miembros de la familia real británica visitarán Gibraltar cuando les plazca y la Roca seguirá en el catálogo de rarezas coloniales. Este tipo de bravatas simbólicas, más propias de otras épocas y de otros países, no agilizan los procesos políticos descolonizadores, más bien al contrario.
“Gibraltar español” fue durante la dictadura franquista una de esas cuestiones pendientes, aireada cuando le convenía al régimen y paradójicamente silenciada cuando el mundo exterior necesitaba de España y de su consabida posición estratégica en la embocadura del Mediterráneo. La España de Franco parecía entonces un bastión anticomunista y nuestro suelo soberano padeció por ello la ocupación de las bases norteamericanas y el almacenamiento de bombas atómicas. Nunca se reclamó, como contrapartida mínima, la devolución del Peñón. La supervivencia de aquel sistema obsoleto era más que suficiente.
Cuando crecía la contestación interna y el malestar popular se hacía evidente, Franco abría el ropero y desempolvaba los disfraces patrióticos de la conjura judeo-masónica, la tradicional envidia que nos tenían, la venganza bolchevique, el oro de Moscú y la reconquista de Gibraltar. Los franquistas más aguerridos volvían a las plazas y gritaban las consignas aprendidas en los años de la autarquía y el aislacionismo. Es de justicia reconocerles que manejaban muy bien los hilos de la tramoya y sabían de sobra cuándo y cómo aflojar la tensión. Incluso levantaron una verja en la línea fronteriza, pretendiendo así bloquear la actividad comercial y social de los gibraltareños, pero lo único que consiguieron fue perjudicar a los algecireños que se ganaban la vida en la colonia. Nunca se fue más allá de la algarada política y de aquel cerramiento, la fuerza militar de la Gran Bretaña y los poderosísimos aliados con los que contaba en la NATO, enfriaban siempre los ardores africanistas del general.
Llegó la democracia y España se convirtió en socio y aliado de la potencia colonizadora. Se desmanteló entonces el enrejado, los habitantes del risco se establecieron en la tierra de nadie que les separaba de España o se compraron una casa en la Bahía de Algeciras, ampliaron el aeropuerto, acondicionaron el malecón para recibir a los acorazados y submarinos de la flota británica y continuaron con sus costumbres importadas de la metrópoli por los piratas invasores. Los españoles volvimos a trabajar allí o visitábamos Gibraltar como simples turistas, apurándonos las pintas de cervezas o fotografiándonos con sus monos inmortales.
Este anacronismo histórico, señor García Margallo, no se resuelve prohibiéndole a la Reina que nos represente en un cumpleaños tan especial, ni ordenando a la Guardia Civil que patrulle las aguas de la zona, tampoco gritando “Gibraltar español” por las calles de Bruselas, más bien se trata de negociar el contencioso en las instituciones comunitarias, que para eso formamos parte de ellas, con un calendario de plazos en la mano y con un estatuto de autonomía asumible por las tres partes en conflicto. El Gobierno no debe olvidar que muchas empresas españolas, las mas punteras y representativas, se han afincado en el Reino Unido con excelentes resultados económicos, que la City alberga a lo más florido de las financieras internacionales y que decena de miles de españoles estudian o trabajan en esa nación. Tampoco debe olvidar las relaciones privilegiadas que mantiene con los Estados Unidos, los Emiratos del Golfo, la República Popular China y alguna de las economías emergentes más poderosas. En este preciso momento, y con los problemas que tenemos, buscarnos uno más volviendo al patrioterismo trompetero, es tan inútil como ridículo.
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Fernando González