El futbol es además de un deporte, una vía de escape. Cumple una función de entretenimiento, es un creador de valores y transmite a los más jóvenes un ideal de superación y de éxito vinculado con el trabajo cooperativo del equipo y el máximo rendimiento personal. El futbol añade pasión por los colores de cada equipo y es un gran introductor para la convivencia social, pues permite la conversación, la expectativa, el compañerismo y otros muchos elementos que cohesionan a una ciudad o a un país. También es un negocio espectacular, tanto como el ejercicio del deporte. Lo sabemos por las fichas de los jugadores y por el movimiento de capital en torno a los derechos televisivos. Así que es lógico que nuestra sociedad se detenga cada vez que hay un gran partido.
Lo que no es ni debe ser es un instrumento para agitar la confrontación política, ni una ocasión para que los oportunistas traten de sacar rendimiento personal y político. Mucho menos para anestesiar a una población consciente. El futbol es lo que es, y punto.
Esta semana con motivo de la Copa del Rey hemos asistido a dos actos absolutamente denigrantes. En primer lugar, la ridícula foto en el Congreso con la sempiterna reivindicación nacionalista extemporánea e infantil. La clásica actitud del peor oportunismo para llamar la atención, sin necesidad alguna, en el campo de juego porque en el campo general no hay ningún eco posible. Esta actitud parasitaria define el alcance de la soplonería y la estupidez a la que puede llegar un político ramplón cuando está desesperado por ponerse delante de una manifestación que no es la suya.
Catalunya está en una situación económico social extraordinariamente compleja y los partidos políticos deberían acometer sus propuestas con relación a las necesidades objetivas y a las demandas más acuciantes de una sociedad en la que la gente se encuentra sus hospitales cerrados, sus tratamientos médicos demorados y sus esperanzas personales diezmadas, por ejemplo. El folclore nacionalista al final es tan sólo una excusa para ocultar la pésima situación que atraviesa el país. Lamentable y decepcionante.
Peor, si cabe, es el uso del deporte para la agitación y la confrontación. Nada nuevo esto en la actitud de la señora Aguirre, que con tanta alegría ha usado la provocación y el disparate con el fin de calentar los ánimos de sus seguidores más radicales. Ahora, parece que todo le comienza a salir mal y esa banal llamada al conflicto con vascos y catalanes por una pitada, no es más que una patética cortina de humo sobre su fracaso político al frente de la Comunidad, sus añagazas y sus cuentas falsas puestas en evidencia por el gobierno de España. El PP en sabia actitud ha evitado hasta citarla, ignorando con el mayor de los desprecios su llamada a castigar los pitidos al himno o al Rey.
Los españoles sabemos bien cuales son nuestros problemas y cuales nuestros puntos de fuga. No necesitamos que ningún político manipulador nos agite entre nosotros. Si el pitido al himno es una soberana falta de educación y una memez que retrata a quien lo hace, elevarlo a la categoría de problema político y social es una falta de sensatez y una irresponsabilidad manifiesta. Imagínense la pitada, la megafonía suspendiendo el partido y cincuenta o sesenta mil personas indignadas hasta la ira saliendo de un estadio irritados porque les han secuestrado su único entretenimiento y su única alegría en un tiempo de feroces incomodidades. Insistimos, una irresponsabilidad la propuesta, por no decir una estupidez impresentable.
Parece que el Rey nunca se ha prestado a tales provocaciones, ni a la de los silbidos – recuerden la Casa de juntas de Guernica en 1981- ni a la de los defensores a ultranza del patriotismo oportunista – recuerden el golpe de estado subsiguiente a aquella provocación-.
Así que señores nacionalistas y señora Aguirre, juéguense sus cuitas al mus, que es un entretenimiento nacional que no distingue fronteras interiores, y déjennos ver el futbol en paz, que bastante tenemos encima.
Editorial Estrella