lunes, noviembre 25, 2024
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Una noche con Bárbara

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Empezaba a llegar la noche. Apoyar los codos sobre el mármol blanco de la barra sólo era una pose que evidenciaba que necesitaba algo dónde sujetarme. Sólo la brisa que se arremolinaba en la céntrica plaza y entraba como un ciclón hasta el fondo del bar podía aligerar la sensación de pesadumbre viciada por aquel mal vino y esa mala tarde. Otra vez matando el tiempo. Otra vez creyendo ver su cara en cada silueta borrosa que se me acercaba. Otra vez esperando. 

Por un momento creí que el aire empezaba a entrar demasiado fuerte. Mi nuca notó un escalofrío que me hizo despegar los codos de la barra. Estaba demasiado embriagada en mi copa como para notar su presencia detrás. Pero fue su dedo y no el viento el que rozó mi cuello de derecha a izquierda haciéndome una mueca que me guiaba al baño. Demasiado alta para mí. Demasiadas curvas para mí. Demasiada ‘ella’ para mí.  Ni adivinaba su cara, ni adivinaba su perfume. Pero la huella de su dedo aún resonaba en mi cuello y casi hipnotizada perseguí los pasos de aquella mujer que reclamaba mi presencia. 

Entreabrí la puerta del baño y miré por una estrecha ranura. Allí estaba ella, reflejada en el espejo, maquillándose. Un sensual movimiento con la barra de labios me atrapó en su boca. El rojo coloreaba en círculos profundos sus carnosos labios. Sólo un cosquilleo que recorrió hasta las últimas terminaciones nerviosas de mi cuerpo me separó de esa espiral roja que dibujaba. La miré a los ojos, pero los suyos ya llevaban mirando los míos desde que me perdí en su bucle. Abrió la puerta, me cogió de la muñeca y me arrastró a su lado. Aun seguía perdida en su boca. Aun seguía embriagada. Lentamente fue pegando mi cuerpo al lavabo. Con cada paso entremetía su muslo entre mis piernas. Con cada paso me fue echando hacia atrás hasta que atrapó mi cuerpo entre el suyo y el mármol. Resultaba tan sensual como firme. Me agarró la cara con la mano izquierda apretando mis mejillas, obligándome a mantener la boca abierta. Se lo hubiera dado todo, pero era ella quien no quería nada. Su rodilla pálida y carnosa empezó a subir por mis muslos hasta ejercer presión en mi cuerpo. Sí, sabía dónde tenía que pararla. Sabía dónde tenía que empezar a jugar. Y allí, en los baños de aquel bar, donde el aire ya no tenía ranura para colarse, el calor empezó a empapar mi cuerpo. Balanceaba su rodilla sobre mi clítoris mientras su mano derecha coloreaba mis labios abiertos y entregados con el lápiz rojo. Un círculo, un balanceo. Un círculo, un balanceo. Y mientras mi aliento se secaba, mi garganta se asfixiaba, mi cuerpo se empapaba. Iba a estallar, iba a gritar. Pero de un empujón me metió en aquel estrecho aseo individual. Me arrancó el vestido dejándome desnuda con sólo un tanga rosa que ya se apreciaba empapado. Quise morir de la vergüenza, pero en segundos me vi envuelta en su cuerpo de mujer fatal. Sus tacones afilados subían por mis muslos hasta que el hilo de su tacón timbró mi clítoris. Una vez, otra vez, otra vez.

Mis piernas ya no eran carne, se habían convertido en un resbaladizo tobogán de mi interior que bajaba húmedo buscando una fuerte daga que lo frenara. Jugaba a resbalar sus dedos por mis pechos con la humedad que recogía de mi cuerpo, pero ya no bastaba. Rogué que esos dedos buceasen hacia mis muslos. Cogió mi perfecta coleta y me tiró hacia atrás. Sentí dolor y del dolor pasé al placer. Me sentí poseída. Apoltronó mi cara contra la pared clavándome su lengua en el cuello.

Sus manos parecían desoír la llamada a gritos de mi pubis. Las ansiaba, las quería, las pedía. Pero con su mano en mi coleta y su lengua en mi cuello dibujaba círculos con la misma insistencia con la que minutos antes se pintaba los labios. No aguantaba más. Creí que me iba a desmayar. Hasta que sus dedos volvieron otra vez al clítoris. Un susurro salió de su boca obligándome a apoyar mis manos en los baldosines de la pared. Y mientras sus dedos empezaron a dibujar círculos como si coloreara mi clítoris con su lápiz de labios rojo, con la otra mano me poseyó entera. Mis latidos parecían el eco de sus movimientos manuales hasta que exhausta del placer, por fin un inmenso grito salió de mi boca. Y jadeé, jadeé, jadeé hasta que recuperé el aliento. Mis costillas se marcaban en cada intento de recuperar el aire. Tranquila y libre del espesor de mi mente me di la vuelta para ponerle cara a tanta complacencia, pero sólo pude ver aquel tacón que seis minutos antes había rozado mi cuerpo escapar huidizo por la puerta ante un inminente portazo. Ni siquiera sabía su nombre. Pero cada noche, mi mente embriagada por un mal vino, es a ella a quien busca en cada borrosa silueta que encara la puerta mientras la espero apoyada sobre la blanca y fría barra de mármol.

El Rincón Oscuro

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