Recuerdo con angustia la petición de avales por parte del empleado de la entidad bancaria, cuando solicité mi primer crédito. Tuve que involucrar a un amigo y a un familiar para conseguir que a una persona como yo, que debería tener aspecto de estafador a los ojos del banco, le prestaran una cantidad de dinero que a estas alturas me parece ridícula. Sin embargo, estoy muy orgulloso porque millones de españoles y yo hemos avalado a los bancos y a las cajas de ahorro para que se salven, y, además de orgulloso, un poco enfadado, porque nadie me ha pedido permiso, es decir que soy un avalista obligatorio, y ni siquiera el banco ha tenido que pasar por el apuro, por la vergüenza de descararse con otros para pedirles, por favor, el aval.
La prepotencia de los bancos, esa soberbia con la que miran a los clientes, en lugar de hacerles un poco la pelota como sucede en cualquier otra actividad comercial, es algo insólito que recrudece su vanidad. Compran y venden como cualquier comerciante. En lugar de comprar y vender tomates o zapatos, compran y venden dinero. Pero no como cualquiera: cuando hay beneficios se los reparten entre los accionistas y cuando hay pérdidas ya estamos los pobres para avalar los préstamos y pagar los intereses. El zapatero y el verdulero si negocian mal se arruinan y ponen dinero de su bolsillo. Los banqueros, en cambio, cuentan con los pobres. Los pobres tenemos poco dinero, pero ¡somos tantos!
Hasta ahora, mientras los demás nos quedábamos sin trabajo o sin piso, los bancos ganaban dinero. Tomaban euros a un porcentaje bajísimo y se lo prestaban al Estado a un interés alto. ¿Para qué complicarse la vida gestionando créditos? Llegado aquí ¿qué tal si intentamos salvar a los pobres? Aunque sólo sea por el egoísmo de mantenernos como avalistas.
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Luis del Val