lunes, noviembre 25, 2024
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Jon no cogió su fusil

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Obviamente Jon no lo supo hasta pasados unos años, pero a la vez que Jon venía al mundo, los terroristas comenzaban a asesinar en su querida tierra vasca y en el resto de su querida España. Nadie le había consultado, pero lo cierto es que Jon, en realidad su familia, estaba en el punto de mira de los criminales desde el primer momento, por lo que jamás se planteó con qué bando tenía que alinearse. No obstante, en cuanto tuvo un mínimo criterio, constató que el destino le había situado en el lugar correcto; justo enfrente de los fanáticos ebrios de pólvora y rencor, de balas y odio.

A decir verdad, Jon también tomó conciencia de que había una gran mayoría entonces que vivía cómodamente entre la posición de los perseguidos como Jon y la de sus perseguidores. De hecho Jon percibía que, bajo esa equidistancia formal, subyacía una complicidad comprensiva que situaba esa masa silenciosa e indiferente más cerca de los terroristas que de sus víctimas. Eso a Jon le sublevaba, pero sus mayores apelaban a su capacidad compasiva.»El miedo es libre, Jon. Hay que entender». Jon intentaba comprender. Creía que en esa actitud había más de indiferencia que de miedo, pero se trataba de sumar, no de restar.

Cuando Jon cumplió doce años lo que algunos llamaban el conflicto se parecía a las guerras que entonces salían en televisión, al menos en el número de víctimas, con la sola particularidad de que en esta guerra solo mataba un bando, mientras que el otro moría. Eran años de sangre y de plomo, de sufrimiento y de rabia. Tempos de exterminio y de genocidio político. Es difícil imaginar ahora la alteración emocional de unos adolescentes cercados por el terror, el dolor y el rencor. Pero Jon no cogió el fusil. Tampoco sus amigos. Creían firmemente que podían librar es batalla desde las trincheras de esas incipientes instituciones democráticas de cuya fragilidad eran plenamente conscientes. Entonces vinieron décadas de lucha pacífica, de manifestaciones bajo amenazas, pero también de presión policial y judicial sobre los criminales y sus satélites.

En este largo camino, de avances lentos y dolorosos, Jon y los suyos toparon ya desde 1997 con un segmento institucional que actuaba como última línea de defensa de la causa terrorista, frustrando la posibilidad de la derrota de los asesinos, sobre la base de diferenciar entre los pistoleros y el resto de la trama política a cuyo servicio disparaban. Jon y los demás tenían la sensación de que el apaciguamiento era, para algunos, un fin más preciado que la victoria de la libertad. Pero no perdieron la ilusión, porque pensaban que una vez vencido el terror, la verdad y la normalidad volverían a fluir por las venas de una sociedad enferma actuando como bálsamo y vacuna.

Con el paso de los años Jon y los otros se dieron cuenta de que, en paralelo a lucha en cuya vanguardia seguían, algunos jugaban a dos barajas y habían decidido que era más razonable tomar el atajo del armisticio. El trato era sencillo: los criminales podían instrumentar su proyecto totalitario desde las instituciones vascas siempre y cuando, a cambio de ese poder institucional, cesasen en el ejercicio del poder terrorista, aunque mantuviesen su amenaza. No hacía falta rendirse ni desarmarse y, sobre todo, no habría juicio moral ni legal. No habría vencedores ni vencidos sobre el papel, pero lo cierto es que los que habían defendido la legalidad y la libertad quedaban a merced de los pistoleros ahora vestidos de púrpura, sin otra elección que el sometimiento o el exilio. A Jon y los suyos les costaba creer que la ignominia se hubiese extendido con tan pascaliana rapidez, intensidad y pluralidad de direcciones, pero pensaban que habría algún último baluarte para la decencia. En eso llegó el verano de 2012 y los mismos doce hombres sin dignidad (que me perdone Sidney Lumet) que unos meses antes habían consagrado el triunfo político de las pistolas, enterraron la última posibilidad de derrotar políticamente a los criminales. Quince años después, volvían a despejar el camino para que los que mandan sobre las armas manden además sobre el país.

En esos días de infamia y amargura, de pesadilla y recuerdos entreverados entre el sueño y la vigilia, a Jon le obsesionaba lo que nunca antes. Jon no cogió su fusil.

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Juan Carlos Olarra

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