En la víspera del partido que nos enfrentaba a Francia, el seleccionador español, Vicente del Bosque, no es que tuviera una genialidad, sino algo mucho más raro en nuestro país: un destello de cultura de la buena, y de sensatez, en el curso de una oración admirablemente construida. En rueda de prensa vino a decir que la selección francesa había sido siempre mejor que la española por la sencilla razón de que no la habíamos ganado nunca en competición oficial, pero, y aquí viene la exótica adenda que nos facilitó a la postre pasar la eliminatoria de cuartos, que nuestro valor radicaba «en el aval del presente». En el presente, en efecto, «la Roja» es la campeona de Europa y del Mundo, pero aun siendo esto así, fueron las precisas palabras de Del Bosque, repetidas a los jugadores una y otra vez, supongo, en los vestuarios y en los entrenamientos, las que pulverizaron los restos de ese complejo de inferioridad que nos hizo en el pasado, sin serlo, peores.
Vicente del Bosque es uno de esos tipos, escasos siempre, que mejoran su entorno, que lo elevan, en su caso la efectividad de sus jugadores, pero en el de Juan Luis Galiardo lo que mejoraba, lo que elevaba, era la calidad de los momentos a su lado, bien desde el patio de butacas o, para quienes tuvimos la suerte de tratarle, en la distancia corta del afecto y la conversación. Teniendo tanto que contar, pues había vivido varias vidas y casi todas ellas en gran estilo, la modestia le enganchó al oficio de contar y representar otras vidas, las de sus personajes, por lo general muchísimo menos interesantes que él. Podía Juan Luis Galiardo haberse dedicado con éxito a cualquier otra cosa, pero prefirió la interpretación para esconder púdicamente lo grandísimo actor de su propia vida que era.
Por desgracia, entre los nuestros políticos no parece haber muchos de la clase de Galiardo y Del Bosque. Ni muchos, ni pocos. Probablemente, ninguno que mejore y eleve, sino más bien al contrario, lo que se trae entre manos, que es nada menos que las vidas de sus semejantes. Si los hubiera de esa clase, ya tendríamos de qué valernos: del aval del presente.
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Rafael Torres