lunes, noviembre 25, 2024
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Orgía en el carnaval de Venecia

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La luna comenzaba a salir mientras su reflejo se posaba sobre el Gran Canal interrumpido por una hilera de góndolas que surcaba sus aguas. A bordo de las peculiares embarcaciones, decenas de turistas disfrazados ansiaban tocar tierra para camuflarse en la oscuridad de los rincones de la vieja Venecia y acudir a las fiestas que invadían la ciudad el martes de carnaval. Mientras tanto, yo terminaba de ponerme un estúpido disfraz alquilado que emulaba al mejor seductor de la historia, Giacomo Casanova; sin embargo, yo no puedo decir que me pareciera mucho al famoso vividor veneciano en eso del arte de la seducción. Sólo faltaba un detalle: la máscara de porcelana que dejé sobre el armario. Cuando la tomé entre mis manos me quedé observándola y pensé en la suerte que tenía de poder disfrutar de la festividad más importante de esta ciudad, una tradición de varios siglos en la que la sociedad por un día se mezcla bajo el anonimato, las infidelidades se manifiestan ante los ojos de los demás y los pecados emergen por doquier. Hombres y mujeres de toda clase social y condición se dejan llevar por sus pasiones más animales y una vorágine de placeres prohibidos se da cita en una noche de sexo desenfrenado. Miré el reloj y me di cuenta de que llegaba tarde a esa aburrida fiesta a la que me habían invitado los compañeros de trabajo, así que me puse esa máscara de color marmóreo, una especie de antifaz que únicamente mostraba la comisura de mis labios y mi mentón, y salí del hotel.

El aire estaba enrarecido, la gente se divertía a mí alrededor, reía, chillaba, disfrutaba, en definitiva, vivía esa mágica noche; les odiaba. Yo, en cambio, me dirigía hacia un tedioso compromiso ineludible. Sumergido en mis pensamientos no me di cuenta de dónde estaba, la niebla se había apoderado de la amalgama de callejones, canales y rincones que conforman la laberíntica ciudad de Venecia. Desorientado, traté de hallar el camino mientras la bruma emergía de las orillas. Finalmente, tras introducirme en decenas de calles iguales, me rendí ante una puerta de uno de los cientos de palacetes abandonados que pueblan la ciudad donde nació Marco Polo.

Disfrazado como un estúpido, perdido y muerto de frío, lamentaba sin cesar la nochecita que me había preparado yo solo, era un imbécil. Pero de repente todo cambió. Frente a mí, como surgida de la nada, había aparecido una mujer sobre un pequeño puente que atraviesa uno de los canales. Ataviada también con una sensual máscara clásica y ropas de cortesana, permanecía inmóvil como una estatua. Me acerqué a ella y me tomó de la mano mientras aproximaba sus carnosos labios a mi oreja susurrando si quería acompañarla a una velada muy especial. Hipnotizado, accedí a su invitación. Como una hechicera, mi desconocida acompañante desafió a la niebla y surcó las calles como si conociera aquella ciudad al milímetro. Llegamos a una puerta de un decadente caserón de estilo renacentista que parecía haber olvidado sus mejores tiempos, se detuvo y se volvió hacía mí para meter su otra mano entre mis ropajes hasta que encontró lo que buscaba: mi sexo. Me tocó como hace mucho tiempo que nadie me había acariciado. Apretando su mano me preguntó si estaba seguro de querer conocer un sinfín de placeres inimaginables y prohibidos. Con un apasionado beso en su boca, sellé mi respuesta.

Entramos en el viejo caserón entre tinieblas, sólo los haces de luz de unos candelabros permitían adivinar lo que allí se estaba concibiendo. Me quedé atónito al ver un gran salón plagado de siluetas de hombres y mujeres tocándose, besándose, chupándose, masturbándose y copulando presos de un frenesí sin control. Todos estaban desnudos, salvo sus rostros que se ocultaban bajo antifaces y máscaras. Esa sala olía a sexo, sudor y gozo. Creía estar fantaseando hasta que dos mujeres, una de tez blanca como la nieve y la otra de color ébano, se aproximaron a mí extasiadas y arrancaron mi disfraz como feroces lobas que devoran a sus presas; en un segundo estaba completamente desnudo y muy excitado. Acto seguido, un joven comenzó a lamerme por detrás del cuello erizando todos los pelos de mi ser, mientras una bella mujer madura frotaba sus senos contra mis labios. Frente a mí dos chicas y un hombre practicaban todas las posturas imaginables y otras las inventaban como si la noche fuera eterna.

Había decenas de personas allí copulando a mí alrededor, una verdadera orgía en la que la gente se abandonaba a todos los placeres del sexo, blindada por el anonimato que ofrecían sus máscaras. Una rubia de bellas proporciones me tumbó sobre una lujosa alfombra alojando su sexo sobre mi boca y columpiándose al compás de mi lengua, mientras otra jugueteaba lamiendo mi entrepierna. El placer era infinito, no podía dejar de creer lo que estaba viendo y sintiendo. Después, una diosa de formas perfectas se sentó sobre mi miembro subiendo y bajando, acompañada de largos y sensuales gemidos mientras un joven que la oscuridad no me permitió ver me lamía los pezones y el abdomen. Otra chica se masturbaba introduciendo rítmicamente sus dedos en su interior y sonreía mientras nos observaba a los tres en semejante postura. El placer fue en aumento hasta que llegó un orgasmo como jamás había sentido mientras todo mi ser parecía abandonar mi cuerpo.

Sin apenas darme tiempo a recomponerme, regresó mi hechicera, la culpable de haber aterrizado en ese paraíso corrompido por la manzana de Eva. Me tomó uno de mis dedos y lo introdujo con fuerza en su sexo, me incorporé y embestí con ese dedo más fuerte a medida que sus gritos iban subiendo de tono. Parecía endemoniada mientras gotas de sudor recorrían sus pechos y bajaban hasta su pubis. Jadeó durante varios minutos hasta que alcanzó el orgasmo. A pesar de estar rendido, una fuerza casi sobrenatural salía de mi interior con sed de más sexo. Esta vez tomé la iniciativa y fui yo el que se acercó a los cuerpos desnudos que allí se congregaban en busca de más placer. Disfruté durante horas hasta el amanecer. Con los primeros rayos de luz, muchas personas fueron desapareciendo poco a poco, pero yo continuaba embriagado por el éxtasis que se había apoderado de mí, me negaba a que el martes de carnaval muriera para dar paso a la cuaresma. Mi hechicera volvió para susurrarme al oído que teníamos que marcharnos, aunque me sosegó al decirme que lo allí vivido podría repetirlo cada año cuando Venecia se engalanase de nuevo para disfrutar de su carnaval y del placer prohibido.

Al cabo de los años volví a Venecia en busca de una orgía similar, pero nunca cayó la espesa niebla que me envolvió aquel martes de carnaval ni volví a encontrar a la hechicera que me guió a aquella irrepetible noche de placer extremo.

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El Rincón Oscuro

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