Parece una estampa de otro tiempo, pero no lo es. No es una vieja fotografía amarilleada por el paso de los años, ni un daguerrotipo del diecisiete. Ni una imagen de celuloide que sirviera para atestiguar un hecho horrible. No hay ruido en la imagen pero se oyen voces y pasos; como en un claustro de piedra centenario, retumban las voces y los pasos. No hay simbología ni idealización romántica – no hay romanticismo en las entrañas de la tierra-, tampoco hay mitificación ni alegorías que revivan otras fechas gloriosas. Nada de nada. Ni siquiera el cierto olor a humedad, la instantánea de una vagoneta, la bruma del amanecer. No hay mística ni mítica. Sencillamente hay deseos de conservar el trabajo. Conservar el duro empleo para poder dar futuro a la familia. Conservar el empleo que se realiza más allá de las raíces de las plantas. Donde el día y la noche son alertas de reloj, donde apenas se distingue el invierno del verano. No hay primavera árabe, ni otoño caliente. No hay invierno ni verano en el encierro: sólo oscuridad; la misma oscuridad que no distingue de fechas ni episodios. El caso es que allí abajo, en la mina, entre vetas y galerías, los mineros se encierran. Fuera, en las calles y carreteras de las cuencas, los mineros se manifiestan, y exigen, y confían en sus fuerzas y se hacen fuertes en sus demandas. Pero más allá, otro puñado de mineros recorre la tierra por la superficie en un caminar constante, lento, como la jaula que baja cada mañana antes del alba al fondo de la mina: ellos van sobre la calzada, bajo el sol impertinente de julio, camino de Madrid, la capital. Van los mineros de Asturias, Castilla y León, Aragón. No hay suelo que se abra bajo sus pies, ni noche que los confunda con la rutina de la galería. Acostumbrados a la luz de la linterna, el grisú que explota entre las vigas que sostienen el esfuerzo del trabajo. El país se desmorona, se viene abajo, se hunde. No mucho más allá de donde ellos trabajan, pero si más abajo del infierno, el lugar extraño del que nadie habla cuando expone su visión del horizonte. Arde la carretera en la línea imposible que une el cielo y la tierra, por encima de la caverna de las sombras donde los mineros no leen ni a Platón ni esperan de él sus reflexiones: si sabrán ellos. Ellos van a trabajar cada mañana, cada día. Ellos van a caminar cada mañana, cada día, hacia Madrid; arde la calzada, se funde el horizonte, se entremezcla el calor del día con el fuego de la rabia. Allí abajo, los mineros se abrigan de la humedad, el frío, la oscuridad y el miedo. La soledad los funde con el negro de las simas, se unen en una masa informe, de piedra mineral y sueños encendidos. Ahora se acercan a Madrid, los esperan los vecinos de la Corte, se acercarán a recibirlos los gatos de Aranjuez y de Esquilache, saldrán a amotinarse como si un dos de mayo en pleno mes de julio sirviera para redimirnos del vivan las cadenas. Las que llevan como grilletes en los pies los mineros que caminan hacia Madrid. Madrid los recibe con los brazos abiertos. Madrid abre su piel y se desgarra. Los hombres de la mina, del viejo verso, los que alzan los brazos desde las entrañas de la tierra para tocar el cielo con las yemas de los dedos. Hoy se abrazan en Madrid.
¡Que bien resistes!
Rafael García Rico-Estrella Digital
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Rafael García Rico