A la mayoría de los políticos les fascinan dos territorios seductores: los medios de comunicación y la información policial. No es un amor desinteresado, porque se supone que si posees una gran influencia sobre los medios y, además, gozas de información privilegiada sobre las idas y venidas del contrincante, tienes asegurada la reelección. Los hechos demuestran que por mucho control que se tenga sobre televisiones, periódicos y emisoras de radio, y por mucha información clandestina que se posea, las reelecciones nunca están aseguradas, y las alternancias de poder se producen, sea quien sea el controlador.
Nuestro Centro Nacional de Inteligencia, conocido antes de ayer como CESID, es la pasión oculta de todo jerarca, y en los gobiernos electos suele haber una pugna entre Presidencia, Defensa e Interior para ver quién es el más influyente sobre el centro que, teóricamente, se debe dedicar al recontraespionaje. Teóricamente. En la práctica no se enteraron -o sería espeluznante saber que se enteraron bastante- de los prólogos del 11-M, y, sin embargo, lo sabían casi todo, por ejemplo, de un presidente del Real Madrid, ya fallecido, y de las idas y venidas de Manuel Pizarro, creo que cuando era presidente de Endesa, por cierto, con una técnica tan del estilo Mortadelo y Filemón que los propios escoltas pillaron a los James Bond del contraespionaje.
Que los fondos reservados, y el dinero de los contribuyentes, se gaste en conocer lo que hablaba por teléfono Ramón Mendoza, y lo que hablaba y con quién se veía ese gran peligro para la seguridad nacional de España, que es el bueno de Manuel Pizarro, da idea del sentido de la ética que tienen nuestros políticos, de su miserable calaña moral, y de la desgracia de tener que estar en sus manos.
He sido víctima del antiguo CESID siendo diputado en las Cortes Generales, y me enteré gracias a Telefónica, porque eran unos chapuzas. Creí que eran reminiscencias de la Dictadura, pero sigue siendo la misma porquería, el mismo afán de perpetuarse en el poder, saltándose todas las barreras de la decencia, y recordándonos, una vez más, que no son unos caballeros.
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Luis del Val