Me caía bien Sancho Gracia. Se lo ha llevado al otro lado una enfermedad implacable que tras convivir con él largo tiempo, decidió, finalmente, acabar con su vida. Me caía bien porque era como de la familia, como uno de esos tíos lejanos a los que ves cada dos o tres años y siempre te cuentan historias interesantes, y más aún si tú eres un adolescente y tu tío está en la flor de la vida.
Sancho Gracia venía de vez en cuando a vernos, a mí, a todos. Lo hacía a través de la tele, cuando la tele era otra cosa, y siempre venía vestido de Curro Jiménez, una creación legendaria que hubiera sido inconcebible sin su rostro encarnando al bandolero de la serranía. Creo que Curro es, junto con Chanquete, el gran personaje anterior a los fenómenos televisivos actuales, y eso significa haber conquistado desde la pantalla el estadio superior de convivencia familiar con la audiencia. Algo que ya es sólo un recuerdo hermoso del pasado.
Por eso podía, al igual que los veranos azules, volver continuamente por medio de emisiones indefinidas y cada vez que algún directivo de televisión tuviera un capricho con el pasado.
Y así es como retengo en mi memoria su paso por la vida.
Era, además, un buen tipo. Amigo de sus amigos, aficionado a ciertos disfrutes y lo suficientemente inteligente como para inventarse a si mismo después de haber sido creado como Curro desde sus orígenes. La amistad con Suárez, curiosa y verdadera, fue el producto de una época en la que la realidad de la sociedad no distaba tanto de la falsedad de la política, vamos que habitaban dimensiones cercanas, aunque no iguales, válgame Dios, y los Curros verdaderos de entonces podían acercarse a los Suárez aquellos que ya ni existen y lo que es peor, ni siquiera se les espera.
Curro encarnaba un nacionalismo emergente: la ideal liberal de la nación, consagrada por los resistentes a la invasión francesa y por el bandolero mismo, y por eso durante la transición aquella, el personaje funcionaba, porque exclamaba proclamas de libertad y patriotismo social que encarnaban los liberales aquellos que se revolvieron contra los gabachos. En aquellas proclamas primarias se reconocían nuestros deseos emergentes de libertades civiles y constituciones, porque estaban confeccionadas con la clásica ambigüedad que hacía flexible la identificación con ellas. En aquella época, además, unos más que otros, es cierto, algunos de nosotros éramos un poco revolucionarios y nos gustaba la idea de guerrilla.
Años después, Garci, por encargo de la señora Aguirre, el personaje que vuelve siempre a nosotros como la navidad, aunque hagamos todo lo posible por evitarlo, descubrió, como Pérez Reverte, el asunto este de asociar España con la revuelta, la nación y la unidad de la patria bajo la ideología suya; pero su resultado en forma de serie sin audiencia, casposa y mala, sólo sirvió para engrandecer la sencillez de Curro Jiménez y de Sancho Gracia, y la de aquellos directores y guionistas que desarrollaron con tanta inteligencia un mito asequible para todos, precisamente en aquellos años que exigían esa grandeza intelectual y cultural.
Ahora, se va Sancho Gracia, Curro Jiménez, y tenemos que quedarnos con estos mequetrefes que andan por ahí bandoleando con trajes de Armani y consejos de administración como suerte de trabuco. No se esconden en las sierras ni corremos el riesgo de encontrarlos en el metro: van en la diligencia habitual, el coche de cristales tintados para que no se les caiga la cara de vergüenza cuando los miramos.
Me caía bien Sancho Gracia. Me cae bien, de hecho. Y lo admiro. Pienso seguir recibiendo con agrado sus visitas – ahora viene a vernos por las tardes desde hace un par de semanas-, y disfrutando de sus aventuras liberales contra el absolutismo y la invasión.
Los tontos oficiales lo programan para ahorrar costes sin darse cuenta de que siembran un nuevo brote de patriotismo social y que Curro, Sancho, nos llamará a la revuelta consciente mientras vemos inconscientemente los episodios de siempre.
Ya verán la que se lía. Se lo tendremos que contar a Sancho para que se ría con nosotros. Se lo contaremos en el jardín del Edén, y haremos unas risas.
El jardín del Edén