Las causalidades de la Historia han querido que una fecha tan significativa para la comprender la realidad en la que estamos inmersos se superponga con la utilizada para conmemorar o recrear otros acontecimientos que me inspiran tanto respeto como desinterés. Para mí el 11 de septiembre no necesita mención de año. Es el día en el que comenzó la guerra en la que todavía estamos envueltos y cuyo último episodio
ha tenido lugar en Libia once años y un día después, con el asesinato múltiple de la legación americana que ha costado la vida a varias personas, incluyendo al propio embajador. El peregrino pretexto utilizado para justificar el ataque, puesto en relación con otras reacciones y ataques acaecidos en diferentes países con la misma excusa, debería hacernos reflexionar.
El 11 de septiembre fue un ataque contra el corazón, la esencia y los pilares de una civilización y de una forma de vida, que nuestros enemigos quieren borrar de la faz de la tierra. Sé que muchos disienten radicalmente y consideran que no hay tal, que los ataques fueron una horrible y exacerbada manifestación de un estado de ánimo provocado por nosotros mismos y que, lejos de reaccionar en términos de respuesta o al menos de defensa, debemos tomar un enfoque comprensivo encaminado al apaciguamiento. Comprender las razones que llevaron a los fanáticos a asesinar a miles de personas en un solo día, entender los motivos que empujaron a algunos países a dar protección y amparo a tales asesinos y, en última instancia, ver cómo saciar sus demandas y carencias para evitar su sed de sangre. Según esta visión, nosotros somos en el fondo los culpables de lo que nos pasó porque llevamos a los actores de la masacre a un callejón sin salida que no les dejaba otra opción.
Hay un punto de verdad en el planteamiento expuesto: la causa última del ataque es la existencia de una civilización occidental, liberal y democrática de la que formamos parte y algunos nos sentimos orgullosos. Nos han atacado por intentar ser libres. Y hay un segundo extremo acertado de la exposición precedente: podríamos haber evitado el ataque y seguramente prevenir otros futuros si renunciamos a lo que somos, a lo que tenemos y a las raíces, principios y valores que fundamentan nuestra sociedad y nuestra cultura. Pero francamente, yo no estoy dispuesto.
En el aniversario del comienzo de la guerra contra el fundamentalismo integrista islámico y con las cenizas y la sangre de su última manifestación aún calientes, merece la pena recordar que estamos todavía en esa guerra. No hemos ganado y ellos no se han rendido. Que el corazón de occidente sea más seguro que en la década anterior no es una garantía de nada, sin mencionar que nos ha costado inmensos sacrificios en todos los ámbitos, algunos de ellos injustos. Y lo peor no es que el enemigo no sea fácilmente localizable, que ya es un problema, sino que parece que su firmeza en la defensa de lo que cree que es bueno y justo contrasta con la apatía de una sociedad decadente que parece asistir complacida a su propia degeneración y extinción.
Hoy es un buen día para la reflexión, la memoria y la reacción.
Juan Carlos Olarra-Estrella Digital
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