Como al resto de los que nos asomamos periódicamente a las tribunas públicas, la dimisión de Esperanza Aguirre me ha pillado absolutamente de sorpresa. He rebuscado en mi archivo por si era capaz de encontrar una frase que, aún sacada de contexto, me permitiese decir aquello de “ya lo dije yo”, pero como al resto del paisanaje, me ha cogido con el pie, no ya cambiado, sino descalzo.
Cuando estas líneas sombrean el blanco del fondo, ya han visto la luz torrentes de tinta –esto es un recurso estilístico en la era digital- sobre la sonada dimisión de la Presidenta de la Comunidad de Madrid. Existen ya a disposición del público documentadas recopilaciones biográficas, indisimuladas hagiografías tributarias del clientelismo y desgarradas críticas herederas del rencor. Hay también sesudos análisis políticos, sesgadas consignas propias de la lucha partidista aún abierta y algún sincero y sereno reconocimiento. Vista la imposibilidad de competir con semejante panorama, no me queda otra opción que la evocación de ese momento, ese hecho que en el recuerdo de cada uno sintetiza la trayectoria de un determinado personaje.
Corría la primera legislatura del gobierno Aznar (en minoría parlamentaria, recuérdese) cuando quien suscribe compartía mesa y mantel en el restaurante Ainhoa de Madrid con dos prominentes diputados del PSOE, entonces en la oposición. Uno de ellos, Ramón Jáuregui, no podía ocultar su indignación con lo que acababa de ocurrir en la Carrera de San Jerónimo. Y la cosa tenía gracia, porque su partido, con el resto de la oposición, acababa de propinar una paliza parlamentaria al Partido Popular tumbando una iniciativa legislativa del gobierno. Y a pesar de ello Jáuregui estaba indignado, no con todo el PP ni con todo el gobierno, sino únicamente con la Ministra de Educación que había promovido la reforma educativa en materia de enseñanza de Humanidades. La irritación del diputado vasco era comprensible, ya que finalmente su partido se había alineado con los nacionalistas para derrotar una iniciativa que parecía sintonizar con un sentimiento generalizado de la población, cual era la necesidad de reforzar la enseñanza de disciplinas humanísticas para ampliar la formación de los jóvenes y reforzar la cohesión social y nacional. La única frase que repetía con ese característico mohín suyo era “Si Esperanza quería perder para ganar, pues ya ha perdido”. El otro diputado socialista –cuyo nombre no toca revelar-, mucho más veterano, se limitaba a apelar a la disciplina de voto para justificar por qué había votado contra una iniciativa que tanto admiraba y compartía. Al mismo tiempo no podía ocultar su elogio hacia el coraje de quien había sido capaz de librar semejante batalla, aún previendo el adverso resultado. Ese día descubrí que había un político en España, una mujer de fuerza y talento, capaz de ganar política y moralmente en una clara y evidente derrota como la que reflejaba ese día el panel electrónico del Congreso.
No conozco a Esperanza Aguirre ni dispongo de terminales que me permitan intuir o fabular sobre las razones que puedan estar en la base de su decisión de abandonar la política después de treinta años. Sin cuestionar su palabra, creo que hay elementos en la base de tal resolución que no han sido formulados expresamente, ora por prudencia, ora por decoro. Pero recordando la jornada de la votación de la reforma de las Humanidades, no he podido evitar la sensación de déjà vu y la convicción de que, en esta aparente derrota, en esta incomprensible retirada, anida una sutil victoria de Aguirre. Inútil en lo práctico, como la de entonces, pero implacable en lo moral, también como antaño. Y del mismo modo mis comensales socialistas envidiaban en el fondo a Aguirre por haber defendido una iniciativa parlamentaria que ellos compartían pero no se atrevían a defender, hoy Aguirre dimite y, sin decirlo, parece marcar el camino a todos aquellos que, entre manteles y tenedores, confiesan taimadamente su frontal desacuerdo con las actuaciones del gobierno.
Y es que nada hay que moleste más a los cobardes que el valor de quien está dispuesto a perder para defender aquello en lo que cree.
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Juan Carlos Olarra