La semana pasada, tras dejar el AVE, en Zaragoza, tome un taxi. El taxista me advirtió que me colocara el cinturón de seguridad. Me mostré algo remiso, porque en la ciudad raro es el tramo en que el automóvil va a más de 40 kilómetros por hora, y el taxista me dijo que los guardias municipales multaban con 200 euros al viajero que veían sin llevar puesto el cinturón. ¡Doscientos euros! Para un mileurista eso supone el 20% de su sueldo, y un camarero al que le impongan esa sanción tendrá que trabajar durante cinco días para reunir esa cantidad. Es una barbaridad. Una barbaridad recaudatoria injustificada, porque en los autobuses, en caso de frenazo, hay un peligro diez veces mayor y no existe el cinturón de seguridad.
En la semana que comienza, ayer, en Madrid, me comentaba la viuda de un médico que el Impuesto de Bienes Inmuebles ha subido tanto que en estos momentos le supone a ella dos meses de pensión. La autoridad incompetente debe entender que, durante dos meses, esta viuda no debe comer, ni encender la luz, ni hablar por teléfono para poder pagar el IBI.
Es comprensible que ayuntamientos y autonomías deseen recaudar más, porque es cierto que tienen muchas residencias de la tercera edad, muchas escuelas y muchos hospitales a su cargo, pero es necesario algo de ponderación si no nos queremos deslizar hacia el disparate. Conseguir dinero a base de multar con 200 euros a ciudadanos que no han delinquido, o intentar recaudar matando de hambre a las viudas no es ni lo más ingenioso, ni lo más justo. Alguien en los despachos debería advertir del despropósito que llevan aparejados los excesos y de la degradación de la autoridad que supone a corto, medio y largo plazo, entregarse a la demasía.
Porque está el cabreo del ciudadano, pero al fondo, la degradación de los poderes públicos por tomar medidas delirantes que traspasan el ridículo.
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Luis del Val