Tengo un amigo que mantiene la tesis -bastante cierta- que los nacionalistas ganan siempre a los que no lo son por una sencilla razón: por agotamiento del contrario. Según esa tesis, los nacionalistas desde que se levantan y se miran al espejo -esto es consustancial al nacionalismo- no hacen otra cosa que plantearse cuestiones tan trascendentes como de donde vienen, a donde van, que son, cual es la razón de su existencia. Por el contrario, los no nacionalistas, que quizás también se miren al espejo pero por otros motivos mas peregrinos, tienen otro tipo de preocupaciones más «normales»: la hipoteca que tienen que pagar a final de mes; la reunión que tienen en el colegio de sus hijos, la delicada situación de su empresa que puede poner en peligro su puesto de trabajo. Y claro con esa agenda de preocupaciones, uno no está para muchas bromas identitarias.
No sé cuantos nacionalistas «pata negra» había el domingo en el Camp Nou entre los 96.589 aficionados que llenaron sus gradas para ver el clásico por excelencia, el Barca-Real Madrid. Pero bien por obligación -el miedo a que me mire mal el del asiento de al lado- o por devoción, esos casi cien mil aficionados contribuyeron al comienzo del partido a convertir las gradas del estadio en una gran mosaico con la senyera catalana. ¿Es eso normal? ¿Se imaginan lo que dirían esos mismos nacionalistas si en otro partido de liga en el campo del Real Madrid, del Zaragoza, del Granada o del Sporting, pongo por caso, la afición hubiera construido otro mosaico con los colores de la bandera de España? Por no hablar de los gritos de «Independencia» proferidos en el minuto 17 y 14 segundos de cada parte, rememorando el año 1714 cuando Cataluña perdió sus instituciones propias en la Guerra de Sucesión.
El nacionalismo tiene mucho, por no decir todo, de parafernalia, de manipulación de los sentimientos. Habrá que reconocer que en eso son unos genios. El domingo, el partido Barca-Real Madrid fue visto en los cinco continentes por muchos millones de aficionados al fútbol y, claro, esa era una oportunidad, que en plena ofensiva soberanista, no se podía desperdiciar. Para eso era imprescindible que un club de fútbol como el Barca se pusiera al servicio de intereses partidistas y políticos. El actual presidente del club blaugrana, Sandro Rosell, que arrancó su mandato con un perfil mucho mas bajo que su antecesor, Joan Laporta, ya ha empezado a enseñar la patita en forma de servilismo al establishman político e institucional de Cataluña que encarna Artur Mas y CiU. Pero la dura realidad para todos aquellos que el domingo contribuyeron al espectáculo es que hoy la vida sigue, que los problemas están ahí, entre ellos, uno no menor, el que el Gobierno de Cataluña no tiene dinero para pagar las nóminas de médicos y de profesores. ¿Resolverá la independencia esta situación?
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Cayetano González