«Quieren arruinar al país». Esa es la consigna-acusación que ha presidido los clamores opositores por las plazas de España. Contiene como pensamiento esencial la imputación al Gobierno de un filosofía sádico-social y de tendencias suicidas, porque tal pretensión a quienes destruiría electoralmente sería a quienes practicaran por pura saña tal estrategia política. La corta pero significativa frase descubre también una seña de identidad de nuestra izquierda. No pronunciar la palabra maldita, España, prohibida en sus circuitos mentales y que jamás saldrá de la boca de un preboste sindical o de uno de sus dirigentes políticos. «Estepaís» es el seudónimo vergonzante.
Sin embargo no son estos elementos lo más revelador de la frase y de la pancarta. Ese «quieren arruinar el país», gritado y portado como bandera por quienes, precisamente son quienes la han conducido a la ruina, dejándola descoyuntada como Nación y económicamente deshecha y entrampada hasta los huesos, refleja la más atroz de las desfachateces y la más alucinante de la indignidades al afrontar las propias responsabilidades. Es un verdadero insulto a la memoria y a la inteligencia y una apelación cargada de vileza política a la ignorancia. Sobre todo cuando los exministros la exhiben y quienes hicieron de la Moncloa el bunker sindical la pregonan.
España fue abandonada por su anterior conductor como un coche con el motor gripado, echando humo por el radiador, como una lata abollada, sin gota de gasolina en el depósito y con el crédito en las gasolineras agotado. De siniestro total vamos.
La responsabilidad del Gobierno pues no está en ese lamentable estado. Puede exigirse en otro aspecto. Sus «mecánicos», afanados y sudorosos alrededor del vehículo, cambian piezas, limpian bujías, ensamblan cables y circuitos. Pero el coche ni arranca, ni se mueve ni respira. Pasa el tiempo y la desesperación de oírlo ponerse en marcha, aumenta. Esa sería la critica que los ciudadanos pueden y deben hacer a quienes encomendaron las tareas de reparación que, por el momento, no ofrecen frutos visibles.
Pero lo que resulta grotesco es que sean los conductores anteriores del automóvil, los que lo dejaron para el desguace, quienes arremolinados alrededor del taller profieran ensordecedores gritos y profieran los peores denuestos contra quienes intentan repararlo. Otros muchos pueden urgir soluciones y resultados. Cualquiera menos ellos.
Temo que estemos comenzando un tiempo oscuro y sombrío que arrumbe muchas cosas que considerábamos conseguidas y seguras. Temo asistir al peor de los naufragios y a ver el barco España hundido y roto en pedazos. El colapso económico definitivo y el inmediato infarto social masivo unido al desmembramiento como Nación. Porque hoy ambas cosas son posibles y para nada caminan separadas. La una y la otra, la secesión y la ruina marchan eufóricas de la mano. Gritan independencia en los campos de fútbol y exigen por la calles todos los derechos y dos más de riego por manteo cuando el pozo ya no tiene agua ni para el goteo. Nadie parece querer ver ni prevenir un horizonte en que sea todo el edificio el que se hunda, en que simplemente no haya recortes sino que sea todo el sistema el que se desplome. Y si la desconfianza en los actuales mecánicos crece, la posibilidad del regreso de los anteriores, aliados con quienes suponen que lo mejor es quemar el coche y el taller de paso, es como para subirse a un roca, la más aislada y alta, y ver desde allí, impotente, como la riada se lo lleva todo. Que esa es la imagen que más puede parecerse a un porvenir no lejano, las aguas desbordadas y arrasando todo lo que pillan a su paso. Se está agitando la tormenta, concitando truenos, relámpagos, pedrisco y furia. Danzamos llamando a la tempestad para que descargue sobre los enemigos. Pero si los cielos se abren nos van a llevar por delante a todos.
La moneda común y el mantra reiterado es que ya tenemos señalados a los culpables. Los políticos. Que culpa, sin duda, con sus hechos, sus partidos convertidos en su verdadera patria, su representación convertida en profesión y casta, su corrupción extensa y amparada, tienen y es mucha y grave.
Pero los políticos no son elementos extraños, son el reflejo de una sociedad que es la nuestra y esa sociedad es quien también se niega a asumir responsabilidad alguna, como esos que destrozaron el coche, como estos que no lo reparan. La sociedad española agita el mantra y parece incapaz de asumir ni el momento, ni la situación en que vive. Exige, proclama, se agita y angustia. Y por sus costados extremos unos, en vez de regenerar democracia pretenden suplantarla con delirios revolucionarios y otros andan a la búsqueda de un salvapatrias.
En España los culpables, los responsables, los corruptos, los defraudadores, los que han de sacrificarse, los que deben afrontar las cosas, los que deben encontrar las soluciones, los que han de arrimar el hombro, los que deben resolvernos la vida son siempre los otros. Todos los otros, siempre los otros.
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Antonio Pérez Henares