Hay una constante en la política de los últimos meses que conviene resaltar para no desenfocar el debate público acerca de la organización territorial del estado. Esa constante no tiene que ver con el fondo de los problemas, sino con la forma en la que estos se tratan, o mejor dicho, no se tratan.
Artur Mas ha conseguido que las movilizaciones y el rechazo social a su política económica haya dejado de ser un elemento decisivo en el juicio sobre su gestión – por no hablar de las investigaciones acerca de casos de corrupción que al parecer pueden afectar al núcleo medular de su partido- y ha colocado un imprevisto debate sobre la soberanía en el centro de su agenda política, hasta el punto de convocar unas elecciones que disipen las tinieblas del rescate que se ha visto obligado a pedir al gobierno central.
Es un uso retórico hablar de discriminación territorial en determinadas comunidades del país, así que esto no es en absoluto novedoso. Lo que sí lo es tiene que ver con las consecuencias quela cortina de humo puede provocar. Llevamos más de treinta años de Constitución y unos pocos menos de estado autonómico; en este tiempo se han hecho transferencias decisivas para hacer que las comunidades autónomas gozasen de un grado de autogobierno que sobrepasa con mucho los que se encuentran en otros países con estructuras federales. En el caso del País Vasco, el concierto – que en forma poco velada reclama ahora Cataluña con la denominación de pacto fiscal – coloca a ese territorio en los márgenes de una relación cuasi entre estados, sobre todo cuando nos encontramos en las postrimerías del llamado estado nacional como fruto de la integración europea. Ello no ha sido óbice para que en defensa de los derechos nacionales (sic) se haya matado sin contemplaciones.
El caso catalán adquiere tintes menos dramáticos, pero conlleva un esfuerzo de comprensión suplementario puesto que la última reforma estatutaria parecía – Dios mediante – haber configurado finalmente una correcta relación casi horizontal con lo que la historia ha dado en llamar el gobierno de Madrid. Tanto es así, que el actual modelo electoral consagra de forma habitual la oportunidad de que ese grupo, junto con los nacionalistas vascos, condicionen en situaciones de mayoría simple, la actividad parlamentaria o, incluso, la elección del presidente del gobierno.
La tensión de estos días tiene, quizá, más que ver con el enunciado de los problemas políticos y de gestión de un gobierno autonómico en quiebra y con una política a todas luces poco aceptada socialmente, que con la necesidad espiritual de dar el gran salto adelante en la cosytrucción de un estado independiente.
Y lo curioso de esto es que, salvo el PSOE y el PSC que se hunden sin pausa, la estrategia distorsionadora de Mas resulta útil para el resto. Entendiendo por el resto a un gobierno que debe decidir un rescate en condiciones seguramente durísimas en vísperas de dos procesos electorales simultáneos y paralelos que pueden suponer el primer golpe a la actual mayoría popular.
En un contexto presupuestario de recortes durísimos, tras subir impuestos, desde los propios del estado hasta las tasas de los ayuntamientos- un debate acerca de algo extraordinariamente ficticio, inconsistente e incluso nebuloso, permite alejar la angustia que las encuestas detectan y crear marcos de exaltación que motiven a los posibles votantes, distraigan a las familias doloridas y sirvan para que políticos de todo pelaje tengan posibilidad de hacer un discurso sin ponerse colorados en el turno de preguntas.
Esta es la constante habitual: cambiar de tema; provocar nuestro sentimiento primario de patriotismo y ocultar la realidad bajo el velo de un interés superior que se superpone a los golpes económicos, el maltrato europeo, o las pésimas previsiones de crecimiento.
Dicho esto, a nadie se le escapa que el honorable presidente ha ido, esta vez, más lejos en su campaña. Ha llegado a Nueva York, ha traspasado la frontera de lo aceptable, y en su afán de sobrevivir políticamente ha puesto en una situación crítica las expectativas internacionales de nuestro país. Nunca antes había ocurrido esto.
Por último, resulta lamentable la facilidad con la que algún ministro interpreta un papel supuestamente demoledor, cuando en realidad lo único que consigue es alimentar con cemento y ladrillos el edificio de la sinrazón nacionalista.
Editorial Estrella