Mientras los políticos viven en su burbuja, a salvo de las inclemencias de todo tipo que apareja la crisis, cada vez son más los españoles que ven cómo empeora su nivel de vida. Unos porque llevan muchos meses en el paro y se les agota la prestación de desempleo, otros porque no consiguen trabajo; los que lo tienen y dependen de una nómina porque les ha sido recortado el salario o han visto como les quitaban la paga de Navidad, como es el caso de los funcionarios. Cada vez escucho a más gente hablando del empobrecimiento de las clases medias. De como hay familias que hace un par o tres de años vivían bien, sin alardes, pero bien, porque en casa entraban dos sueldos y eso les permitía pagar los estudios de los hijos y hasta disponer de algún ahorro con el que pagar tres o cuatro semanas de vacaciones al año, y ahora, tras haber perdido el trabajo, están desesperados porque todo su mundo amenaza con venirse abajo.
Agostado el círculo de las ayudas familiares, son muchos los que se ven constreñidos a acudir a los comedores de Caritas venciendo la vergüenza de quienes «nunca han sido pobres», según expresaba uno de los responsables de esta encomiable institución católica haciéndose eco de la impotencia y también, por qué no decirlo, de la humillación que supone el verse reducido a tal condición. El Gobierno se ocupa lo justo o nada de esos más de seis millones de personas que según datos que hemos conocidos esta semana están por debajo del umbral de la pobreza.
Tiene otras prioridades: atender a los intereses de la deuda, recaudar nuevos impuestos para poder mantener las prestaciones por desempleo y las pensiones y pagar la elefantiásica estructura del Estado de las autonomías, los ayuntamientos, cabildos y diputaciones. A la vista de como están rodando las cosas, cada vez veo con más claridad que la familia es la gran red de apoyo que impide o retrasa un posible estallido social.
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Julia Navarro