Por si el título lleva a equívoco, esto no es un publirreportaje del conocido restaurante donostiarra actualmente regentado por José Juan Castillo. La «Nicolasa» sería el nombre con el que los españoles de hoy habríamos bautizado a nuestra vigente Constitución si hubiésemos heredado algo del
sentido del humor de nuestros antepasados, que les llevó utilizar la onomástica del día de su proclamación para bautizar a la Carta Magna de 1812, primera de nuestra Historia y pionera de las constituciones liberales en Europa.
Vino al mundo de la mano de unos padres novatos, muy expertos en la teoría pero muy poco duchos en la práctica
La Nicolasa no es la más agraciada de las de su familia. En la Historia de España, es una de muchas, aunque nosotros somos tan como somos que ni siquiera en eso (en el número de constituciones que hemos tenido) nos ponemos de acuerdo. Y los expertos se tiran los argumentos a la cabeza, que si unas no tienen que estar porque eran cartas otorgadas, que si otras tampoco porque nunca llegaron a entrar en vigor… Sea como fuere la Nicolasa es la que tenemos y ya mira de reojo a la de 1876 en cuanto a su longevidad, lo cual es un punto a su favor.
Tampoco es la Nicolasa un ejemplo paradigmático entre sus compañeras de otros países. Vino al mundo de la mano de unos padres novatos, muy expertos en la teoría pero muy poco duchos en la práctica, que trataron de dotar a la criatura de los atributos que les parecían más llamativos entre los de los congéneres de su niña, de suerte que al final la proveyeron de una dote y de un ajuar tan heterogéneos que lo mismo sirven para un roto que para un descosido. Nuestra constitución tiene jurado, consejo económico y social, tres catálogos diversos y superpuestos de derechos y libertades fundamentales y, como colofón, un procedimiento de reforma muy complicado y uno más sencillo, con la paradoja de que para reformar el complicado hay que seguir el sencillo…
La Nicolasa es un prodigio de la ambigüedad calculada, fruto del difícil equilibrio que a veces se confunde con el consenso
La Nicolasa es además un prodigio de la ambigüedad calculada, fruto del difícil equilibrio que a veces se confunde con el consenso. No obstante esta es probablemente una de sus mayores virtudes, que la tiene vacunada contra las frecuentes epidemias de reformitis aguda.
En cualquier caso el mayor problema de la Nicolasa es que nos acordamos de ella con mayor frecuencia para invocarla como límite, como diferencia o para arrojarla sobre la cabeza de los demás en defensa de intereses a menuda particulares o partidistas que como referente de unidad, ni siquiera en estas fechas casi navideñas en que la nostalgia debería inspirar nuestros mejores sentimientos.
Llegados a este punto, debo confesar mi simpatía por la Nicolasa. Un sentimiento sereno y poco apasionado, producto del roce que lleva al cariño pero de esos que se va consolidando con los años. Un afecto de proximidad que se va haciendo cada vez más profundo y que no es ajeno a una intuitiva gratitud por los buenos años que llevamos juntos y la sensación de que en su ausencia las cosas habrían sido peores.
¡Felicidades Nicolasa!
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Juan Carlos Olarra