Antes de que se enfaden conmigo los furibundos antimonárquicos, vaya por delante que lo que se expresa en el título no es sino una conclusión puramente jurídica y además extensible a todos los ciudadanos españoles. No pretendo por tanto justificar lo injustificable ni hacer juicios de valor (que por otro lado sintonizan bastante con el sentir general). Simplemente quiero aclarar que la atolondrada propuesta de algunos no es la solución. En efecto, se escuchan voces pretendidamente autorizadas que hablan de la necesidad de que la Infanta Doña Cristina renuncie a sus derechos dinásticos, con lo que quedaría apartada definitivamente de toda vinculación con la monarquía. Pues bien, dicha renuncia es legalmente imposible o, para ser más precisos, jurídicamente ineficaz. Los derechos dinásticos que pudieren corresponder a la Infanta solo se pondrían de manifiesto si, como consecuencia de una serie de fallecimientos, fuese llamada a asumir la Corona de España. Y ni la Infanta ni ningún otro español puede renunciar a la herencia antes de tener certeza del fallecimiento del causante.
La desventaja es que un país puede tener que soportar reyes infames e ignominiosos y nuestra Historia nos da un puñado de ejemplos
Esta prohibición de renuncia a la herencia futura entronca con el principio general de vedar todo tipo de negocios o acuerdos sobre la misma y está encaminada precisamente a evitar que bajo dicha apariencia de renuncia previa se oculten oscuros tejemanejes sobre la herencia. Tales principios son de aplicación al caso que nos ocupa, de forma aún más especial si cabe. Nótese que la monarquía española es tradicionalmente hereditaria, siguiendo la línea de todas las actualmente vigentes en Europa, que contrastan con otras de tipo electivo como la de los Visigodos o la del Sacro Romano Imperio Germánico. Una de las ventajas fundamentales del sistema puramente dinástico es que todo se juega a la carta del azar y de la adecuada formación de los príncipes y se evitan las intrigas palaciegas, las conspiraciones e incluso los asesinatos que a veces rodean la elección de los monarcas en el otro sistema. La desventaja es que un país puede tener que soportar reyes infames e ignominiosos y nuestra Historia nos da un puñado de ejemplos, que no mencionaremos de forma particular, por razones de decoro.
Por lo tanto, por más que algunos se empeñen, la Infanta no puede renunciar a los derechos que le corresponden hasta que le correspondan, en su caso. Si por otro lado lo que se pretende no es preservar la línea de acceso al trono sino apartar a la Infanta de la Familia Real, la empresa está también abocada al fracaso. Cuando se destapó el escándalo alrededor de los negocios aparentemente ilícitos de Iñaki Urdangarín, alguna mente privilegiada tuvo la idea de reformar el Real Decreto que define la Familia Real, excluyendo a las Infantas (pobre Infanta Elena, víctima inocente). Este movimiento no puede sino calificarse de ingenuo rayano en la puerilidad. Por mucho que se cambie un reglamento no se cambia la realidad y la Infanta Cristina es Infanta de España porque es hija del Rey. Nuestro ordenamiento jurídico no contempla a Dios gracias la repudiación ni ningún otro mecanismo para romper el vínculo paterno filial ni otros lazos de consanguinidad, por lo que la familia es siempre familia, para bien o para mal, desde la del Rey hasta la humilde del que suscribe.
Lo único que pretende es violentar los fundamentos de la institución y ponerla al servicio de no se sabe qué intereses
Y está bien que así sea, porque no se nos puede ocultar que en el río revuelto de la comprensible indignación popular, algunos pescadores furtivos pretenden obtener ganancia ilícita. En efecto ciertos filibusteros intrigantes contemplan la renuncia dinástica de la Infanta Cristina como un experimento, un paso previo que servirá como base para ulteriores intrigas, renuncias y abdicaciones con la sacrosanta excusa del escrutinio popular. La siguiente renuncia que se busca con avidez es la del actual monarca, en esa indecente operación Felipe VI que tanto gusta a sus promotores cool. Pero esa operación debe ser evitada a toda costa, puesto que lo único que pretende es violentar los fundamentos de la institución y ponerla al servicio de no se sabe qué intereses. La Infanta Cristina puede decidir desaparecer de la vida pública en incluso dejar de utilizar los títulos y honores que le corresponden, pero no podrá perderlos porque es hija de Rey. Podrá dejar de ser Duquesa de Palma (título vitalicio otorgado por su padre), pero no Infanta de España. Don Juan Carlos por su parte deberá encontrar día a día los caminos que le lleven de forma más fácil y segura al destino que por nacimiento tiene encomendado. Y los promotores de la operación Felipe VI que se limiten a observar y ayudar en lo menester, con la lealtad que la institución exige, y que reserven sus diatribas para el día que el monarca no esté entre nosotros, visto que algunos de ellos se han revelado recientemente como historiadores amateur. ¡Larga vida al Rey!
Juan Carlos Olarra-Estrella Digital
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