A las personas honradas les enseñaron desde chicas que uno no puede apoderarse del dinero de otro, ni usarlo, ni esconderlo, ni enajenarlo, en fin, de su legítimo dueño, o sea, de aquél que lo hubiera obtenido legítimamente. A los directivos de las Cajas de Ahorro hoy nacionalizadas, con las agavilladas en Bankia a la cabeza, no parece que les enseñaran eso de pequeños, a juzgar por la desinhibición, naturalidad y alegría que mostraron al birlar los ahorros de cientos de miles de clientes, la mayoría honrados trabajadores, mediante el timo de las Participaciones Preferentes y otros oscuros y engañosos productos comercializados a particulares para la ocasión.
¿Cómo no iban a quebrar actuando de aquella manera, como un Robin Hood inverso, robando al pobre para dárselo al rico?
Pero esa desinhibición, esa naturalidad y esa alegría al ejecutar la monumental birla contaron, para poder perpetrar ésta, con la impunidad que les proporcionaron unas instituciones de control que miraban permanentemente para otro lado. Hundidas y quebradas aquellas Cajas, pues ¿cómo no iban a quebrar actuando de aquella manera, como un Robin Hood inverso, robando al pobre para dárselo al rico?, se necesitaba todavía algo para convertir el masivo despojo al pueblo, la brutal exacción, en una práctica consagrada y bendecida por la Ley: Un Gobierno también poco versado en los sencillos principios del bien y del mal que, no obstante, tenía poder para decretarla. Así, cuando el actual Gobierno del PP intervino esas Cajas que se habían fundido sus propios correligionarios, bien que con la inestimable colaboración de gente del PSOE, de la Patronal, de CC.OO. y de la UGT, no las saneó de la única manera racional posible, garantizando el dinero de la gente y exigiendo cuentas y devoluciones a los responsables de la quiebra, sino permitiendo a éstos irse de rositas con el dinero extraído fraudulentamente a los ahorradores, para, acto seguido, pedir a los prestamistas internacionales un bestial crédito para tapar el agujero, a devolver por todos los españoles con su sangre, su sudor y sus lágrimas, con sus casas, sus empleos, su salud, su educación, su alimentación, su vestido, sus derechos civiles y sus proyectos de vida. Con la «quita» de todo eso.
Pero faltaba, aún, algo más para cerrar la operación: un Luis de Guindos que, disparando con pólvora del rey, acordara con dichos prestamistas a través de un Memorial de Entendimiento, la requisa y la confiscación de los bienes y los patrimonios líquidos de los que habían sido engañados y creían hallarse ya a resguardo de la garantía del Estado. Y todavía, pese a la natural y resuelta oposición de las víctimas y de la Justicia, andan mareando la perdiz con tal de no soltar lo que con tanta alegría e impunidad pillaron.
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Rafael Torres