Y llega el fin de semana y en lugar de plantearte frente la pantalla en blanco del ordenador de qué escribir, lo que tienes que hacer es ir descartando asuntos todos tentadores, todos dignos de una reflexión compartida pese a que esto último no parezca, según las encuestas, muy probable: el personal sitúa este viejo oficio de la información y la opinión a la altura de una zapatilla y lo malo es que hay motivos para esa degradación. Desde hace años se está haciendo en España un periodismo de trinchera, de adeptos y adictos a unos o a otros incapaces de ese distanciamiento necesario entre la ideología propia y el análisis objetivo de la realidad. Imagino que todos tenemos la culpa pero parece evidente -y lo siento- que los debates y las tertulias en televisión sobre todo, aunque también radio, han sacrificado los principios elementales de esta profesión, que es fundamental en un sistema democrático, ante la necesidad de crear espectáculo y ganar audiencia al precio que sea. Hay honrosas excepciones, claro, pero los más requeridos son los más extremistas, aquellos que no es que no vean la viga en el ojo propio, es que están convencidos de que ni tan siquiera existe. Y era, claro, un final anunciado: el descrédito generalizado y seguramente injusto pero real de esa pieza básica, insisto, en un régimen de libertades que son los medios de masas. Nos lo hemos ganado a pulso por no haber sabido plantarnos primero frente a nosotros mismos por una popularidad -también unos ingresos- que son pompas de jabón y después frente a las empresas que buscan no tanto la información o la opinión ponderada como el circo mediático.
Los debates y las tertulias en televisión han sacrificado los principios elementales de esta profesión
La historia del periodismo está llena de discrepancias y batallas dialécticas que en muchísimas ocasiones han entrado a formar parte ejemplar de un género literario propio. No es el caso. Ahora en televisión y radio se pasan más tiempo reclamando no ser interrumpidos que argumentando, amenazando con abandonar el plató sino retira el contrario un insulto, que exponiendo la opinión propia. Los aplausos, inducidos o no del público, tergiversan el mensaje y la proliferación de «pinganillos» desde los que llegan consignas a los más cercanos para que «enciendan» el ambiente cuando el espectáculo parece decaer, no es más que la constatación de algo que se nos presenta como una realidad espontánea y no es sino una especie de «perversión» (utilizo las comillas) de la realidad, una híper-realidad que no puede ser creíble más que para aquellos que no buscan información para elaborar su criterio propio sino la reafirmación de su criterio que se ve así reforzado por la opinión sin fisuras de los que se nos presentan como ejemplos a seguir, como líderes de opinión que refuerzan sus argumentos con «fuentes» y «entornos» que les trasladan unas presuntas verdades que se contradicen con las otras verdades presuntas que argumentan a voces los contrarios citando, claro, otros «entornos» y otras «fuentes».
Insisto en que hay excepciones y en que la libertad de expresión nunca puede dejar de ser sagrada. Insisto en la necesidad de unos medios que controlen y critiquen a los poderes básicos de un estado derecho y denuncien los desvíos de un proceder justo. Pero convertir eso en un espectáculo, es lo que nos lleva a esta situación. Si lo españoles no creen en los políticos ni en la Justicia ni en los medios, habría que preguntarse con urgencia qué nos pasa como sociedad y qué nos queda.
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Andrés Aberasturi