Como casi siempre en este país, no es que haya gustos para todo, es que hay pasiones desatadas que defienden y atacan lo que sea con la virulencia secular que nos caracteriza. Y no está mal ni bien ese feroz apasionamiento que nos ha llevado a grandes tragedias y a grandes triunfos. Y ahora nos llega la imputación de una Infanta de España en un caso incomprensible protagonizado por un señor que lo tenía casi todo, su marido Urdangarin, y que incomprensiblemente parece que no se conformó y quiso más y para conseguirlo, presuntamente aun, no solo se pasó al otro lado de la Ley sino también de la ética más elemental salpicando en esa carrera absurda hacia el dinero a una institución básica -nos guste o no- como es la Monarquía.
¿Y cuál es la teoría equidistante? Pues que parece lógico que se impute a la Infanta por varios motivos: porque aparece como miembro de esas sociedades o fundaciones que se investigan, porque existen correos que pueden implicarla y, sobre todo, porque la gente dice, con razón, que cuando una pareja se compra un chalet de no sé cuántos millones, lo normal es que los dos sepan de dónde ha salido ese dinero. Y aquí viene mi equidistancia.
Todo parece indicar que eran más bien unos golfos que se aprovecharon de su privilegiada posición
Uno, que ha tenido una empresita en su vida, gracias a Dios olvidada y desparecida hace muchos años, cuando la constituyó puso como socios a una serie de personas porque así lo exigía la Ley y, naturalmente, eché mano de unos cuantos familiares cercanos con participaciones mínimas que se limitaron a firmar la constitución de la sociedad pero que nunca pidieron cuentas de su marcha ni explicaciones sobre los muy escasos contratos ni sobre los casi nulos beneficios que se iban haciendo.
Sé que los casos no son comparables pero me pregunto -y es lo que el juez instructor querrá saber- hasta qué punto la Infanta Cristina estaba involucrada en «los eventos» de esas fundaciones y, sobre todo, hasta qué punto su marido le explicaba las sucias cañerías por las que llegaba tanto dinero a casa. Porque una cosa es desconocer que la pareja se enriquecía -lo cual es absurdo- y otra la información que recibía doña Cristina de esa riqueza. No es fácil imaginar a la esposa preguntando al marido si las operaciones eran o no legales o revisando los contratos que se firmaban; imagino que daba por hecho que todo estaba bien y que Urdangarin y su socio eran unos linces. Pues no. Todo parece indicar que eran más bien unos golfos -presuntos, claro- que se aprovecharon de su privilegiada posición y, seguramente, hasta es posible que del nombre de la hija de Rey.
¿Quiero decir que no se debería haber imputado a doña Cristina? En absoluto, al contrario; quiero decir que hace bien el juez en tomar esa decisión pero que también existe la posibilidad -y no me parece nada descabellada- de que ella no fuera cómplice consciente de los chanchullos de su marido y el socio. Será complicado demostrar tanto su implicación directa como su inocencia absoluta, pero para eso está la Justicia y lo que todos esperamos es que se llegue a la verdad.
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Andrés Aberasturi