El presidente de la Conferencia Episcopal, Antonio María Rouco Varela, ha metido prisa a Rajoy para que aborde sin dilación reformas como la de la ley del aborto. Sorprende que en un país en el que año tras año caen el número de bautismos, de matrimonios católicos, de vocaciones religiosas, de contribuyentes que marcan la cruz en la declaración de la renta, un país en el que la Iglesia no tiene suficientes sacerdotes para atender todas sus parroquias, sea Rouco precisamente el que recrimine al presidente del Gobierno poner orden en casa. En la misma semana hemos oído al obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Pla, hablar del aborto como fruto de una conspiración internacional para reducir la población mundial, una tesis que no se compadece con estadísticas que demuestran que en la primera mitad del siglo XX la población mundial creció en un 50%, mientras en la segunda y hasta nuestros días, periodo en el que se ha extendido la despenalización del aborto en determinadas condiciones, por plazos o por supuestos, la población del planeta ha crecido más del 150%. O la conspiración está resultando un desastre o la ignorancia del obispo es mayúscula.
Lo peor es que el Gobierno atienda sus súplicas y se embarque en una reforma restrictiva que no evitará los abortos
Pero lo peor no es la posición oficial de la Iglesia católica en materias como el matrimonio, el aborto o el control de la natalidad, ni la contradicción de sus postulados con la actitud de sus fieles que, si confiamos en las estadísticas, mayoritariamente ignoran estas posturas. Lo peor es que el Gobierno atienda sus súplicas y se embarque en una reforma restrictiva que no evitará los abortos sino que los convertirá en clandestinos e inseguros o sencillamente generarán esa «movilidad exterior» de la que habla Fátima Báñez cuando se refiere al exilio al que se ven abocados nuestros jóvenes por la crisis.
Cien mil abortos anuales son un drama objetivo, pero sobre todo para las mujeres que se enfrentan a esa dura circunstancia. Quizás una mejor educación sexual y la extensión y normalización de métodos anticonceptivos evitaría muchos de ellos. Pero resulta que en esta materia, qué casualidad, la jerarquía de la Iglesia tampoco está por la labor.
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Isaías Lafuente