Noviembre es mes tristón, el de los primeros fríos en serio y que, encima, comienza con visitas -costumbre que se mantiene-, lo comprobé este viernes, muy en boga a los cementerios y con una madrugada de jóvenes disfrazadas de bruja. ¿Malos augurios? Pues mire usted, amable lector: ni en lo económico, ni en lo político, suponiendo que ambas cosas sean separables, hay razones suficientes para ser pesimistas. Siempre y cuando, claro está, haga cada cual los deberes que le corresponden, con orden, diligencia e imaginación. Ahí tenemos, sin ir más lejos, esa Conferencia socialista de la que no sé si no estaremos esperando demasiado en cuanto a propuestas regeneradoras: lo veremos. Y ahí tenemos esa inminente reunión 'pública' entre Mariano Rajoy y Pérez Rubalbaca, de la que quién sabe si surgirá algo. O no que diría el inquilino de La Moncloa en sus momentos de mayor intensidad galaica.
Pienso que un periodista no debe meterse en excesivos líos, ni andar repartiendo consejos a los demás que para él no tiene, ni arreglando el mundo a su antojo. Pero también creo que quienes gozamos del privilegio de poder asomarnos a un balcón, por modesto que sea, y gritar las vivencias que cada día acumulamos en nuestro oficio de mirones, tenemos la obligación de expresar nuestra opinión, que, confirmo, es la opinión de muchos de los interlocutores que voy encontrando por ahí.
Claro que yo no he hecho ninguna encuesta con validez demoscópica suficiente. Pero puedo asegurarle, querido lector, que, en el desarrollo de un programa emprendedor que me hace visitar toda España y tratar a cientos de personas cada semana, me he hecho una idea bastante aproximada de cómo andan las cosas por el mundo real, que no es (exclusivamente) el de los periodistas, políticos, empresarios, banqueros y famoseo, que es el que habitualmente solemos tratar quienes nos dedicamos en cuerpo y alma a la tarea de informar. A mí, esas gentes que no son ni periodistas, ni políticos, ni grandes capitanes de empresa, ni responsables de partido o sindicato alguno, me transmiten cosas como las que siguen.
«Cuando los políticos suben al atril a hablar, el acto pierde todo interés»
Existe, en primer lugar, un enorme hartazgo de la política. «Cuando los políticos suben al atril a hablar, el acto pierde todo interés», es lo que me comentan tras algunos actos de emprendedores en los que participan responsables municipales, presidentes de diputaciones, presidentes de cámaras de Comercio, algún presidente autonómico, algún ministro. La crítica no siempre está plenamente justificada, la verdad; creo que, en general, en los alcaldes está el principio de la renovación de España 'desde arriba', de la misma manera que al conjunto de la sociedad civil le corresponde hacerlo 'desde abajo'. Pero, sin duda, la política es, hoy por hoy, una actividad desprestigiada, si hablamos en términos generales.
Parte de ese desprestigio, constato, viene dado por algunos 'tics' de los políticos españoles. Su afán de permanencia contra viento y marea, entre otras cosas. Cuando las encuestas muestran una enorme impopularidad y falta de credibilidad en el presidente del Gobierno, en el líder de la oposición,en los ministros, en los responsables autonómicos y en los partidos en general, nadie parece conmoverse. El día en el que Rajoy y Rubalcaba salgan a la puerta de La Moncloa para anunciar 'urbi et orbe' que no piensan concurrir a la reelección, que dejan paso a unos sucesores más jóvenes -con menos pasado a sus espaldas-, y usted entiende que en el concepto 'pasado' se engloban muchas cosas y que, hasta que esa sucesión se haya constatado a través de unas primarias, van a dejarse la piel en un afán reformista de leyes -como la de partidos- y hasta de la Constitución donde quepa, ese día, amable lector, la prima de riesgo baja doscientos puntos y los valores del Ibex subirán mil puntos.
Pero, claro, ya sé que estoy poniendo aquí negro sobre blanco lo que constituyó una célebre máxima de la revolución del sesenta y ocho: 'seamos realistas, pidamos lo imposible'. Porque imposible se me antoja que estas propuestas, que comparten todos mis interlocutores casi sin excepción, se materialicen en algo, siquiera en un mínimo porcentaje. Sigo escuchando a los políticos hablar de la necesidad de pacto, de poner en marcha una legislación regeneracionista e, inmediatamente a continuación, culpar al otro de torpedear el pacto. Con lo cual seguimos más o menos como siempre. ¿Cómo esperar, y vuelvo a noviembre, cualquier propuesta verdaderamente regeneracionista procedente de la Conferencia inminente del PSOE si todo se va a ir en fuegos de artificio acerca de los rostros que concurrirían a las primarias (que, por cierto, deberían celebrarse cuanto antes)? ¿Cómo confiar en la puesta en marcha de una solución verdaderamente imaginativa y eficaz para el conflicto catalán si lo que transmiten los máximos dirigentes de los dos grandes partidos nacionales -de los segundos escalones ya ni hablamos- es una desconfianza mutua que al respetable público le desalienta para confiar en los dos?
Pues eso: que hemos entrado en la penúltima oportunidad de arreglar algo el patio para acometer ese 2014 lleno de retos, peligros, promesas y oportunidades, en un clima medianamente aseado. Porque, y termino con lo de mis interlocutores emprendedores, lo que se percibe con inmensa claridad, sea en la Comunidad Autónoma que sea, se trate de la ciudad de que se trate, es un enorme pesimismo acerca de que estemos, aquí y ahora, en las mejores manos posibles. Y bien que siento decirlo, porque pienso que nuestros responsables políticos son, en general, gentes honradas, patriotas que, sin embargo, a veces, tantas veces, son incapaces de la menor grandeza y generosidad, que es lo que ahora necesitamos.
Fernando Jáuregui