De émulo de Arévalo o Eugenio a azote de los políticos. En su primera faceta a nadie ha hecho gracia. Con la segunda lo único que ha hecho ya es perder comensales en su restaurante de Zarautz. Arguiñano no tiene término medio. O cae simpático, que no gracioso, o no se le traga, por mucho perejil que haya de por medio.
El hombre que lideró el desembarco de todos los cocineros de este país en la pequeña pantalla ha vuelto a utilizar ésta para convertirse en abanderado de la lucha contra el poder establecido, contra unos individuos que, para él, son más ladrones que Ali Babá.
En La Sexta, cadena también del grupo que tan bien le paga, recordó este fin de semana que «Alemania tiene sólo 18 aeropuertos y son 80 millones de habitantes», y se preguntó si «¿será que a los alemanes no les gusta volar?». No, todo se debe, según él, a que «las macro obras que se han hecho en España en cualquier rincón, se han construido todas para robar y si pillan a los ladrones luego siempre los delitos han prescrito».
Arguiñano, sin gorrito ni mandil, parecía el candidato de cualquier partido haciendo campaña con proclamas como “Anda que no hay donde inyectar dinero: en educación, en sanidad, en carreteras. Pero, no… hay que inyectarle al banco malo. ¿Para qué? Para que vuelen alto» o «Nunca pensé que a los bancos les íbamos a tener que dar dinero los trabajadores y los brotes verdes sólo los ven los grandes bancos…».
Él lo tiene claro: «Lo del Prestige, cuatro hilillos de plastilina… Y ahora, presidente», por lo que confesó que «muchas veces les veo en el parlamento y me pregunto: ¿estos son los que me representan?«. Sí, don Karlos, éstos son. Los mismos que usted dice que «mienten más que hablan, no le dicen la verdad ni al médico», los mismos por los que usted asegura que «este país es excelente en chorizos, los hay de todas lases», y los mismos que le permitieron a usted darse a conocer a todo el país a comienzos de los 90 en TVE. Perdón, que en aquel entonces era Felipe González quien mandaba. ¿Sería éste su adalid de buen político? Rico, rico.
La mosca de ajuste