A sus 63 años debería estar ejerciendo en su marquesado, saludando a sus súbditos y disfrutando de la buena vida. Tampoco es que la que ahora tiene sea muy mala (sólo trabaja dos semanas seguidas cuando hay una Eurocopa o un Mundial), pero el hombre ya no está para hacer largos viajes en avión, o sentarse durante hora y media en un frío y duro banquillo, expuesto a un pelotazo en cualquier parte.
Bajo esa tensión no es de extrañar que uno pueda perder el norte y que, entrevistado a pie de campo nada más acabar el partido ante Suráfrica, salga diciéndole a Juanma Castaño que como «la mesa nos lo autorizó» había podido sustituir a Valdés por Pepe Reina, cuando ya había hecho todos los cambios permitidos.
¿La mesa? ¿Qué mesa? ¿La de la terracita de su barrio? ¿La camilla de su casa? El término es muy válido cuando se habla de baloncesto, es algo que los comentaristas de la canasta nos repiten unas cuantas veces a lo largo de un partido para referirse a los que están sentados entre los dos banquillos, a la altura del centro del campo. El sitio al que todo el mundo acude cuando se estropea algún marcador, en el que colocan unos letreritos para saber cuántas personales llevan en cada cuarto los equipos, o incluso donde de vez en cuando los árbitros se ponen a ver en una televisión si la canasta ha sido o no válida.
En un campo de fútbol, como el surafricano en el que once nativos sacaron los colores a los campeones del mundo, pocas mesas se encuentran sobre el cesped. Don Vicente la vio, no se sabe dónde, de la misma forma que por fin coincidió con la mayoría en que España se había merecido la derrota.
Quizás no sea la vista lo que le falla. Y es que todo el mundo, o mejor dicho toda la prensa deportiva dice -el populacho no las tiene todas consigo al respecto-, que Vicente Del Bosque es un gran entrenador, pero lo que nunca nadie ha dicho de él es que es un buen matemático. A lo mejor tanto él como Tony Grande se liaron con los cambios y se habían perdido antes de llegar a seis.
Por eso, para disimularlo, se inventó luego lo de que todo había sido una cuestion de «fair play», como el «animador» Pepe Reina. Que nos debían dejar hacer el cambio porque sí, por lo guapos que somos los españoles. Lo malo, o quizás lo bueno, porque si no al entrenador de los nativos se le podrían haber hinchado las venas más que a la Patiño si no hubieran ganado (y encima por culpa de la parada postrera de nuestro «showman» de la portería), es que ni tan siquiera con la trampa pudimos ni tan siquiera empatar.
Cuatro, que tantas veces había presumido de ser talismán de la selección, logró el más difícil todavía, que «la Roja» perdiera ante los de las vuvuzelas. Lo que le faltaba al telespectador español después de haber tenido que soportar durante hora y media no sólo los fallos continuos de los nuestros sino también los comentarios de ese experto que sabe menos que nadie de fútbol como es el denominado Maldini, para el que no hay ni un tuercebotas en este deporte. Ese se merece la jubilación más que el propio Don Vicente.
La mosca