Posiblemente tiene razón Francisco Martínez, secretario de Estado de Seguridad, cuando dice que le sorprenden «críticas con tanta contundencia a la futura Ley de Seguridad y que se diga que se va a recurrir al Tribunal Constitucional cuando nadie ha visto todavía el texto». Como en otros anteproyectos se conocen borradores, muchas veces de padre aparentemente desconocido, que casi siempre indican por dónde va a ir el definitivo y en otras son globo sondas para pulsar el ambiente. No obstante, hay indicios claros de por dónde pretende caminar este Gobierno en éste y en otros terrenos. Y esos indicios apuntan a que se marcha, con el aval de la legítima, aunque insuficiente, mayoría absoluta, por una limitación de los derechos de los ciudadanos, con la excusa de una mayor protección de algunos derechos colectivos o institucionales, y, sobre todo, con barreras cada día mayores al ejercicio de uno de los derechos fundamentales: el derecho de defensa.
La reforma del Código Penal incluye una despenalización de las faltas que esconde una grave desprotección de los ciudadanos
No voy a hablar de la Ley de Seguridad Ciudadana, donde esos borradores hablan de sanciones de hasta 600.000 euros para algunos asuntos graves, pero de hasta 30.000 euros para otros mucho menores, con el riesgo de criminalizar casi todas las conductas. Pero hay otros textos legales ya enviados al Parlamento por el Ejecutivo que sí confrontan libertad y seguridad, sanciones y derechos. La reforma del Código Penal incluye una despenalización de las faltas que esconde una grave desprotección de los ciudadanos. Bajo el pretexto de desatascar los tribunales al quitarles asuntos menores -y hay informes serios que desmontan ese ansia de los españoles por litigar- muchas faltas dejan de ser delito y pasan a ser faltas administrativas. ¿Y eso es importante? De eso sólo se darán cuenta los ciudadanos cuando sufran en sus carnes este cambio. Como con las tasas.
Esas faltas que antes se veían ante un juez en la jurisdicción penal, sin tasas, con necesidad de ratificar la denuncia, con posibilidad de contradicción y de pedir pruebas, ahora serán sanciones administrativas, donde la versión de «la autoridad» -en una multa, una desobediencia, una discusión- tendrá mucho más valor que la del presunto infractor. Y sólo habrá intervención judicial si se recurre esa multa o esa sanción, pero, ahora, ante la jurisdicción contencioso-administrativa y con tasas. Como además, la Administración ofrece reducción de la multa por pago inmediato, ¿a quién le va a compensar recurrir la sanción contra una Administración que no paga tasas, a arriesgarse a perder, a pagar unas tasas excesivas, y, si pierde, a pagar, además, las costas? Lo que se persigue es alejar al ciudadano de la Justicia y lo que está en peligro es la tutela judicial efectiva. Y todo ello sin hablar siquiera con quienes defienden a los ciudadanos, los abogados, y con los que aplican las leyes, los jueces. Con la intervención previa de unos y otros, sin duda alguna, tendríamos leyes más justas frente a este afán del Gobierno de turno de mirar por sus intereses de espaldas a los ciudadanos.
Francisco Muro de Iscar