Ha sorprendido a nuestros hermanos españoles descubrir que, en este pequeño y recoleto jardín a orillas del mar plantado que es nuestro querido Portugal, un gigantesco proyecto arquitectónico que llevaba varios lustros olvidado en el plácido sueño de los justos, se haya reavivado de golpe y porrazo, pero no para desarrollar los planos de Renzo Piano, sino para crear en tan sólo siete días, como si del Universo se tratara, y a un coste simbólico, en un cuartel abandonado desde los lejanos tiempos de nuestras guerras coloniales, un novísimo centro cultural más propio de Nueva York que de esta Lisboa nuestra, siempre tan ensimismada en sus inasibles nostalgias.
No puedo yo sino congratularme ante tan feliz desenlace y, aunque sea por una única vez, también felicitar a los responsables de nuestra cámara municipal, que es como llamamos nosotros al ayuntamiento, por haber permitido esta más que digna salida al atolladero en el que se encontraba el proyecto un tanto faraónico y algo más especulativo del insigne arquitecto italiano.
Sabido es que hasta no hace demasiados años, gozando yo de mejor salud y con mayores energías que las escasas que ahora me quedan, dediqué no pocos esfuerzos a denunciar pública y sistemáticamente los excesos de nuestros arquitectos que campaban a sus anchas a lo largo y ancho de nuestra querida y sufrida Lisboa, en connivencia con políticos y banqueros, para desvirtuar la esencia de nuestra acogedora e irrepetible ciudad.
Durante muchos años los lisboetas se dejaron engatusar ante disparates arquitectónicos, justificando cualquier exceso por el hecho de que los planos venían firmados por cualquiera de los excelentes arquitectos que durante una generación salieron de la escuela portuguesa. Bastaba que el autor del desaguisado fuera Byrne, Valsasina o Siza Vieira, para que todos aplaudieran lo acertado del mamotreto que sin pudor alguno levantaban en el hasta entonces encantador rincón lisboeta. Si, para colmo, el arquitecto era extranjero y de fama mundial, como Piano o Foster, las loas eran entonces unánimes.
Tal vez una de las pocas cosas buenas que esta larga crisis nos ha traído a Portugal sea el que hayamos tenido que desengañarnos y aceptar por fin la realidad, deteniendo en algunos casos proyectos por completo innecesarios y, en otros, ni siquiera empezándolos. Creo yo, por tanto, que el caso del abandono definitivo del proyecto de Piano, y sobre todo el hecho de que se haya demostrado cabalmente que otras actuaciones urbanísticas no sólo son posibles sino también viables, nos sitúan en una posición más cómoda, en la que desde la plena aceptación de nuestras limitaciones, podremos desarrollar un futuro mucho más acorde con lo que Portugal y los portugueses realmente somos.
Redacción